Juan Luis Saldaña Periodista y escritor
OPINIÓN

El tonto del Starbucks

El bodegón de café tecnológico es ya una costumbre muy arraigada.
El bodegón de café tecnológico es ya una costumbre muy arraigada.
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El bodegón de café tecnológico es ya una costumbre muy arraigada.

Ahí lo tienes: feliz, seguro de sí mismo, con la tranquilidad de estar en casa, esperando con toda la paciencia del mundo a que le sirvan su café. Pagará el quinientos por ciento sobre el precio justo y el mil por cien de margen. Si tiene suerte, se sentará en un sillón y podrá mirar el móvil con calma. La soledad con cafeína, azúcar, dopamina y confort es casi ya una compañía. Alguien ha escrito su nombre en el vaso. Si la soledad es esto, puede soportarla.

Le importa mucho lo que piensan de él, la imagen que proyecta, lo que viste, lo que usa, lo que hace. Es como un árbol de Navidad, un decorado humano que aún no sabe que lo importante va por dentro. Bebe un espejismo de estatus caliente y azucarado, sorbo a sorbo, con un aparataje de tapas de plástico y palitos de madera sostenibles para diluir el azúcar que convierten aquello en un ritual familiar que también ayuda a sentirse en casa. El tonto del Starbucks hará una foto de su café -quizá haga un bodegón cenital con algún aparato tecnológico- y la subirá a alguna red social y con este acto, aparentemente, ya nunca estará solo.

La soledad con cafeína, azúcar, dopamina y confort es casi ya una compañía.

En la página web Quora un grupo de internautas se pregunta por qué se critica tanto a esta cadena de cafeterías. El debate es intenso y toca el cielo cuando uno de los participantes, José Luis Feu Pérez, lo define como algo que va más allá del café, de la decoración, el wifi gratis o la cadena de valor de Porter, dice esta persona que la empresa es “especialista en captación de papanatas”.

El tonto del Starbucks es feliz así y cuando llega a un aeropuerto o a una ciudad extraña sabe que se sentirá seguro y acogido. Sentirse parte de algo es importante. No es el café, es la experiencia. Todos hemos sido este tonto alguna vez. Yo -ahí va una confesión- he desayunado varios días en China, al pie de un rascacielos, una especie de caracola con canela que sabía a torrija junto a un pozal de café muy dulce. El engaño funcionó a la perfección. Me sentí un personaje de Star Wars en una galaxia muy lejana, pero también noté, en cierto modo, la calidez del sucedáneo de lo cotidiano, de lo casero y acogedor.

El bar tradicional con señores mayores jugando al dominó, en el que el café cuesta un euro y pico va a quedar reservado para el turismo rural y las cajas de experiencias. Las cafeterías regentadas por chinos serán también un lujo, una ensoñación de realismo para amantes de lo real y de lo -manda huevos- castizo. El tonto del Starbucks, simplemente, se bebe lo que otros conducen o visten y lo paga muy caro en precio y en identidad. 

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