OPINIÓN

Caballo de batalla

Algunos menores logran hacerse un perfil en OnlyFans pese a las restricciones de edad.
Una adolescente en su móvil.
sweetlouise de Pixabay
Algunos menores logran hacerse un perfil en OnlyFans pese a las restricciones de edad.

“En mi casa somos drogadictos, sobre todo mis hijos”, me dijo un amigo el otro día. Y comencé a recordar. En los años 80 del siglo pasado, durante la monumental movida madrileña —que en realidad fue una cosa española—, muchas familias padecieron un problema que se ha vuelto ya legendario. El problema de la droga, de la heroína, del caballo, del jaco. Los chavales, de repente, dejaban de comer, se volvían apáticos, renunciaban al estudio y al trabajo, y reclamaban o robaban dinero a sus padres para mantener el vicio. "Hay una jeringuilla en el lavabo”, cantaba Sabina, “pongamos que hablo de Madrid".

Hoy no tenemos un problema con aquel opiáceo sintético, pero los hijos de mi amigo y los míos también se drogan; a veces, con nuestro mal ejemplo por delante. Hay un móvil en el lavabo, pongamos que hablo de Madrid, de Sevilla, de Barcelona o de Puertollano (ponga el lector la ciudad española u occidental que más rabia le dé).

La heroína por fin es digital y está legalizada por nuestras autoridades sanitarias, que como la FIFA miran para otro lado si el dilema es dinero o salud. Entras en la habitación de tu chaval o de tu chavala —seguro que me comprendes, querido progenitor de adolescente— y yace en la cama como un zombi, ausente o malhumorado por tu irrupción, con el móvil descargando imágenes —vete a saber de qué clase— de las que sus ojos no se apartan ni para gruñirte. Y las autoridades sanitarias alertan de que fumar perjudica seriamente la salud (¡esto ya lo sabemos!).

El celular es el caballo de nuestros días, el caballo de una batalla perdida

Si tu vástago leía, ya no leerá; si dibujaba, tampoco; si le interesaba el deporte, ahora mucho menos; si solía bajar a la calle para relacionarse con sus coetáneos, olvídate, se acabó (ya los tiene en TikTok). Ni siquiera verá la televisión, salvo cuando le quites el móvil a costa de iniciar un tremendo conflicto intergeneracional: la pantalla grande es su metadona. Su vida se reducirá al culto de ese objeto que brilla en la oscuridad como una luciérnaga del tamaño de una rata. Te despiertas insomne a las cinco de la mañana y ahí está el pequeño diablo, reclamando su atención y la tuya. El celular es el caballo de nuestros días, el caballo de una batalla perdida. Algunas mañanas ese adolescente que fue una niña o un niño alegre tendrá problemas para levantarse de la cama. ¿Habrá pasado la noche drogándose? Seguro que sí, amigo; siento tener que decírtelo.

Tu hijo, como en los 80, empezará a sacar malas notas y cerrará la puerta de su dormitorio con pestillo. ¿Qué hace ahí dentro tantas horas? ¿Qué va a hacer? ¡Drogarse! Si pegas el oído a la fría madera puedes escuchar la inequívoca mascullación: "Mi tesoroooo… Mi tesoroooo", igual que Gollum en El señor de los anillos.

Entonces llegan las empresas que se lucran con la adicción del chaval —sus camellos, esas multinacionales que nos espían las conversaciones sin que nadie lo pague con la cárcel—, y nos ofrecen a los padres aplicaciones para que nuestros jóvenes adictos no consuman la droga que ellos mismos les proporcionan. Y contratas la aplicación, claro. Pero los adictos saben desactivarla porque su vicio los vuelve astutos. "Mi tesoroooo…".

Sin el poder político de nuestra parte, los padres estamos perdidos, expuestos al abuso de estas multinacionales tecnológicas que deberían ser multadas por cada menor de edad que se conecta a las redes sociales (o, cuando menos, al porno).

Pero "poderoso caballero es don dinero", así que perdamos toda esperanza. Veo un futuro de hombres y mujeres mutantes casándose con sus móviles, que serán quienes orienten la identidad cultural, moral y sexual de sus frágiles parejas.

Me lo dijo hace tiempo un psicólogo: "Regalarle un móvil a tu hijo es regalarle veneno". Me dio la risa. Hoy, cuando lo rememoro, me entra cierta culpa retrospectiva.

Y lo peor es que para calmarla también yo recurro al móvil (ay, qué cosa tan agradable abrazarlo muy fuerte en la oscuridad). No sé si pedir socorro —¿para qué?— o hacer caso de quienes me dicen que mi discurso es tremendista, dejarme llevar por el vicio y "de perdidos, al río". Al menos, así me bañaré en las mismas aguas turbulentas que nuestros hijos, esas que los arrastran hacia no sabemos dónde. 

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