Si se visualizara una balanza, la política italiana estaría claramente orientada hacia un lado: el derecho. El país va a las urnas el próximo domingo y podría poner fin a la década de la tecnocracia y del centro izquierda. La derecha toca el poder con los dedos por primera vez desde 2011, cuando cayó el último Gobierno de Berlusconi. Pero lo hace más radicalizada y bajo el mando de una figura arrolladora como la de Giorgia Meloni en un giro hacia políticas antiestablishment que rompen con un consenso que nunca ha sido del todo firme. El Ejecutivo formado por la Lega y por el M5S y encabezado por Conte fue una prueba de transversalidad fallida, y el experimento Draghi duró tan poco que precipitó los acontecimientos.
La de Meloni es la historia de la perseverancia y la de la aceptación de un posfascismo que hasta no hace mucho era residual en Italia. Para muestras, datos: hace cuatro años Fratelli sacó solo un 4,35% de los votos y ahora supera el 25% según la mayoría de los sondeos. Hay sobre todo dos factores que explican este ascenso. El primero es que Meloni no ha pasado por ninguna fase de desgaste. Su partido fue el único que se quedó fuera del Gobierno de concentración de Draghi. El segundo, que no ha tocado la cúspide política. Pese a haber sido la ministra más joven de la historia bajo el mandato de Berlusconi, se dibuja como una externa de un sistema para muchos corrupto per se. Fratelli quiere lanzar la imagen de partido serio y estable en el país de la inestabilidad.
El último paso hacia el Palazzo Chigi es el de la imagen de moderación. Meloni empezó su carrera política en las juventudes del Movimiento Social Italiano, heredero entonces de Mussolini, para después pasar a Alianza Nazionale, una formación que siguió esa línea neofascista pero que al mismo tiempo trató de moderarse para ser aceptable en el sistema. Gianfranco Fini intentó ese viraje, pero Meloni quiere sentarse, como ella misma dijo cuando asumió la presidencia de Fratelli (en 2012), en el despacho de Giorgio Almirante, máximo exponente del MSI y representante de la línea dura de la ultraderecha.
Meloni, a paso lento pero firme, ha conseguido al final ser una aglutinadora del voto de derechas, con la radicalización que eso conlleva. Pero su objetivo ya no es agitar, sino gobernar. Nunca renegó abiertamente del fascismo, pero en esta campaña por ejemplo publicó un vídeo en varios idiomas reivindicando su "compromiso con la democracia". Fratelli quiere ser un partido votable, como ya se presume en los sondeos. Además, Meloni no se considera feminista, pero sí reivindica su papel como mujer y al mismo tiempo recupera el lema del fascismo sin que sorprenda a casi nadie: Dios, patria y familia. Una llamada a la Italia más conservadora que quiere "un orden" otrora (y quizás también ahora) imposible.
El gran perjudicado de este nuevo contexto es Matteo Salvini, fagocitado por una Meloni que se está llevando todo el voto que apostó por la Lega en 2018. La coalición de derechas sumará con holgura, según adelantan todas las encuestas, pero Salvini no podrá tener el control del Gobierno. Así, después de una campaña errática aspira a ser, como ya fue, ministro del Interior, y hacer del discurso antiinmigración su pilar fundamental. Tampoco ha estado cómodo el candidato leguista en un terreno que siempre ha controlado muy bien: las redes sociales. También ahí Meloni ha tenido más impacto. Salvini está desdibujado, con poco margen de maniobra y superado por una realidad a la que ya no se adapta.
Su papel no es sencillo. Uno de los grandes temas que divide a la derecha radical italiana está al otro lado del continente. La Rusia de Putin no es vista con los mismos ojos por Salvini y por Meloni. El primero, cercano al Kremlin, aceptó financiación de Moscú y ahora -en plena invasión de Ucrania- cree que las sanciones de la Unión Europea no sirven para nada. La segunda, en cambio, es atlantista convencida y defiende el apoyo a Kiev y el envío de armas, un tema que, por cierto, sirvió para precipitar la caída de Mario Draghi. Fratelli quiere más OTAN; la Lega busca el diálogo con Putin. Eso, en un futuro Gobierno, puede convertirse en una bomba de relojería.
Y la última pata de este trío es un Silvio Berlusconi que busca su último baile. Il Cavaliere representa la última muestra de estabilidad en Italia, y es de hecho el último primer ministro salido de las urnas. También es considerado el padrino de quienes hoy están por encima suyo; abrió la puerta de sus gobiernos tanto a la Lega como a Alianza Nazionale y ahora espera un favor de vuelta, quién sabe si como presidente del Senado. Pese a ser candidato, no es la cara más visible Forza Italia. El partido que lideró un cambio hacia la Tercera República tras el escándalo de corrupción Manos Limpias, que acabó con la era de la democracia cristiana, es ahora una formación menor en la que ha ganado peso por ejemplo el expresidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani.
La que intentó ser (sin conseguirlo) la derecha moderada en Italia ahora ha quedado a merced de dos partidos radicales que tienen a Berlusconi como el hermano pequeño. El paso del tiempo y las idas y venidas políticas han provocado un vuelco en la política italiana: del berlusconismo al melonismo. De una derecha populista, casi inventora de un nuevo estilo basado en la presencia constante en los medios de comunicación a, diez años después, una derecha radical heredera del fascismo con forma amable pero fondo extremista. Italia está cerca de volver a la derecha, y de ahí puede salir una Italia muy diferente a la que conocemos.
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