OPINIÓN

El subtexto

Una mujer llora tras salir de la capilla ardiente de Isabel II.
Una mujer llora tras salir de la capilla ardiente de Isabel II.
OLIVIER HOSLET / EPA / EFE
Una mujer llora tras salir de la capilla ardiente de Isabel II.

La naturalidad con la que locutores de televisión y mandatarios españoles han adoptado el luto tras el fallecimiento de Isabel II, reina de una nación admirable pero con una colonia parasitaria en suelo patrio (no lo digo yo, lo dice la ONU), me ha hecho pensar una vez más en el poder de las pantallas. La televisión, el cine, las series provocan una empatía hacia sus protagonistas que produce un resultado inmediato: el español medio se identifica más con quien se llama Jeremy que con quien se llama Jeremías, con Freddy que con Alfredito (de ahí que algunos niños del país ya se bauticen Kevin). Y la reina de Inglaterra ha salido tantas veces en pantalla —por sí misma o mediante personaje dramático— que era previsible el golpe anímico que sufrirían algunos de nuestros comentaristas y políticos más conspicuos.

En literatura pasa lo mismo: el lector es capaz de interesarse por la vida de un labrador de Dakota del Sur, pero no de Badajoz. “Si eres novelista, prueba con los nombres anglosajones —dijo, hace tiempo, un editor muy agudo en la Juan March—. El papanatismo hará el resto”. Creo que tenía razón: la colonia no es Gibraltar; la colonia es España (no tanto del Reino Unido como de EE UU).

Dicho lo cual: yo también me puse de luto por Isabel II. Cuando concluyó la serie The Crown, sufrí un duelo con todas sus fases: negación, ira, tristeza y aceptación. Gracias a esa serie genial, no me hice partidario de Su Graciosa Majestad, pero aprendí a contemplar a la familia real británica desde otro punto de vista. La empatía con el personaje televisivo, tan creíble personaje, operó en mí de tal forma que conseguí ver la otra cara del enorme privilegio que significa una monarquía hereditaria. La monarquía como cárcel de oro, la monarquía como institución que devora a sus hijos y que supone una tensión constante en la convivencia de quienes la representan; la monarquía como apisonadora de los afectos familiares, como rodillo que se sirve de sus representantes para, modulándolos al servicio de su supervivencia, mantener su salud y vigor como un cuerpo independiente.

Los libros sobre escritura de guion (y de escritura creativa, en general) suelen resaltar el subtexto como elemento crucial de cualquier narración, eso que está por debajo de la superficie, que se sobreentiende gracias al entorno del diálogo y de la acción, de manera que es preferible que el personaje diga “me temo que mi opinión sobre ti ha variado” a que diga “eres imbécil”. El subtexto, esas motivaciones y mensajes no expresos que el espectador descubre con mirar la escena, genera placer, vicio, querer saber más. Es como hacer al espectador partícipe o creador de la propia película. La familia real británica, con su flema llevada al límite —aún más flemática que el resto de británicos—, es un maná de subtextos. Viven en el subtexto y del subtexto. Recuerdo un comentario muy celebrado del rey emérito Juan Carlos cuando todavía era rey: “Estos espárragos están cojonudos”, dijo, durante una visita a Navarra. Poco subtexto se puede extraer de comentario tan explícito. La reina Isabel habría sido más hiperbólica o eufemística, es decir, más atractiva para una narración audiovisual.

Y, sin embargo, ahora, con este culebrón sobre la asistencia o no del rey Juan Carlos al funeral británico, parece que nuestra familia real, de indudable fotogenia, está aprendiendo a moverse en el subtexto. Y, a través de los gestos, de lo simbólico, poco a poco se hace merecedora de una gran ficción televisiva.

A ver en qué queda la cosa.

El lunes, por el momento, un capítulo más.

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