"Cerró los ojos, podía ver sus lunares y la aureola de sus pezones"

Las sábanas, azuladas por la luz teñida que entraba por la ventana, se confundían con las paredes y una lánguida brisa movía la cortina para, de vez en cuando, dejar entrever el mar. A pesar de los 35 grados que marcaba el termómetro de alcohol rojo con las argollitas que sujetan el vidrio a la madera llenas de herrumbre, la sensación en la habitación era de frescor. El suave sonido del ir y venir de las olas llenaba el aire como el ruido de fondo de la existencia.

Acababan de comer, sobre la mesa el mantel, sembrado de crujientes migas de pan y en la pila de mármol, platos, cubiertos y dos vasos, rayados de tanto fregarlos, uno con restos de vino y otro con agua, esperaban su turno.

Se tumbaron en la cama semidesnudos, ella se dejó sus braguitas y él unos "shorts". Las sábanas, llenas de arrugas como huellas dactilares, estaban frías, a ella le impresionaba esta sensación y a él no tanto. Se miraron a los ojos, fijamente, midiendo distancias que no existían, buscando algún atisbo de hastío que tampoco existía puesto que no dejaban de sorprenderse hasta en los actos más cotidianos, descubriendo nuevas expresiones en la cara del otro. Por ejemplo, en el mercado al buscar una lechuga sin las hojas marchitas, ya que incluso las lechugas tienen derecho a marchitarse.

Él la besó, abrazando con sus labios el labio inferior de ella al alejarse. Ella cerró los ojos, apretó fuerte su mano, "ya no tengo miedo" pensó y suspiró al tiempo que acariciaba con su dedo pulgar el de él, un acto que para ellos era como una clave de amor cuando estaban en público. Él tampoco lo tenía, cerró los ojos, aún podía ver cada una de sus pecas y lunares, la aureola de sus pezones, el vello de su lindo cogote. Así se durmieron, soñándose tal y como eran, en esa vida paralela donde ellos también eran felices y las argollitas del termómetro también estaban oxidadas.

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