Borja Terán Periodista
OPINIÓN

'Crónicas Marcianas' y la risa que delató a Javier Sardá

Se cumplen 25 años del late show que revolucionó el género del late night. Nadie ha conseguido reproducir la fórmula que entremezclaba creatividad, risa, reality y acidez. 
El periodista Javier Sardá, que se casó hace unos meses, es casi irresistible a sus 48 años. Tras abandonar 'Crónicas Marcianas' se dejó barba, que no le hizo perder atractivo.
Javier Sardá en 'Crónicas Marcianas'
El periodista Javier Sardá, que se casó hace unos meses, es casi irresistible a sus 48 años. Tras abandonar 'Crónicas Marcianas' se dejó barba, que no le hizo perder atractivo.

La risa de Javier Sardá en Crónicas Marcianas tenía un significado: "todo iba bien". La grandeza del late show más relevante de la historia de nuestra televisión es que nunca copió a los norteamericanos. De hecho, incluso pasó de calcar la clásica fórmula de un escritorio con un sofacito al lado y, de fondo, un skyline de Nueva York. Sardá, junto a su amigo Joan Ramón Mainat, inventaron su propio universo y plantaron su plató en una especie de platillo volante situado en Marte. Desde allí podían ver lo que sucedía en la Tierra con la perspectiva suficiente. Incluso con la ironía suficiente. 

El programa nació creativo, audaz, saliéndose de las tendencias de la televisión de la época. Se huyó del sensacionalismo con el dolor ajeno y se optó por la revista que entremezcla cultura y surrealismo. La imaginativa autoría del Sardá de la radio se adaptaba con ingenio a la tele. Un riesgo. Aunque, poco a poco, fueron ganando peso los infalibles debates exaltados sobre la tele-realidad. 

Había irrumpido el reality show que cambió todo. Pero Sardá solía incidir que hacía la televisión que le gustaba a la gente pero como a él le gustaría verla. Y se notó. El humor y la creatividad relajaba los ramalazos sórdidos de la televisión tramposa de la época, que también representó Crónicas Marcianas. Así se marcaba la distancia, así no se tomaban demasiado en serio, así lo que era una diversión no se vendía como nada trascendente. Porque la travesura de la creatividad solía quedar por encima de la pelea fácil. 

Hasta el último día, el programa no dejó de combinar realidad con fantasía. Ya fuera con su elenco de personajes únicos que habitaban un plató que no se parecía a nada. Boris, Galindo, Latre, las músicas de Jorge Salvador... Era otra televisión, más imaginativa hasta cuando se metía en el fango.  La escenografía y guion se cuidaba para trasladar al público a un planeta en el que todo podía pasar, pero no de cualquier forma. Sardá estaba a los mandos del show desde una versátil mesa-escenario que ocultaba una ristra de pantallas donde ver qué emitían los canales rivales. Al lado, un boli conectado por ordenador con realización servía para comunicarse sin que se notara y dirigir en directo el show: el momento idóneo para irse a publicidad, el instante exacto en el que debía aparecer un personaje disruptivo que revitalizara el espectáculo...

Y, entonces, irrumpía Carlos Latre con una nueva imitación de las suyas. Y, entonces, si a Sardá le sobresaltaba su propia risa es que el espectáculo estaba funcionando con maestría. No lo podía ni quería disimular. Porque aunque él conociera más o menos lo que iba a suceder, Sardá era transparente evidenciando que él mismo se estaba sorprendiendo con su propio programa. Esa risa representaba y siempre representará el mayor triunfo en televisión: cuando el propio presentador, resabiado, está disfrutando que todo sale bien. Y Javier Sardá lo contagiaba a un espectador al que Crónicas Marcianas le despertaba la ilusión de que, aunque el día hubiera ido regular, aún quedaba un último regustillo antes de dormir: la televisión imprevisible, que jugaba traviesa hasta lograr despertar la sonrisa ingenua de su propio director.

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