Joaquim Coll Historiador y articulista
OPINIÓN

¿En qué momento se jodió España?

Voluntarios de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 con Cobi, la mascota de aquellas Olimpiadas.
Voluntarios de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 con Cobi, la mascota de aquellas Olimpiadas.
Voluntaris 2000
Voluntarios de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 con Cobi, la mascota de aquellas Olimpiadas.

Al recordar el 30 aniversario de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, es inevitable trasponer a España ese famoso interrogante de Zavalita sobre Perú, el protagonista de Conversaciones en la catedral, novela de Mario Vargas Llosa. Y es inevitable también una cierta nostalgia porque Barcelona’92, junto a la Exposición Universal de Sevilla, representa el momento de mayor esplendor de la España contemporánea. Nada entonces hacía presagiar que veinte años después se pondría en marcha un proceso secesionista que acabaría apoderándose de la política catalana durante una década y provocando la mayor crisis de la democracia española. Desde el punto de vista del reconocimiento de la diversidad, los Juegos de Barcelona fueron ejemplares. Los Reyes entraron en el estadio de Montjuïc bajo el himno de Els Segadors y el alcalde Pasqual Maragall habló para una audiencia mundial en catalán, castellano, inglés y francés. En su discurso dijo que Barcelona representaba a Cataluña, a toda España, a nuestros hermanos iberoamericanos, y a Europa.

Nada entonces hacía presagiar que veinte años después se pondría en marcha un proceso secesionista que acabaría apoderándose de la política catalana

Pero no solo los aspectos simbólicos estuvieron libres de aristas, el certamen fue un éxito organizativo, ciudadano y deportivo hasta el punto de que son unos de los mejores Juegos de la historia del olimpismo. Tampoco hubo corrupción, ni sombra de duda, o de irregularidades en la gestión. Las instituciones colaboraron lealmente, y el nacionalismo que lideraba Jordi Pujol, aunque no le gustaba el protagonismo de Maragall, no se lanzó a ningún tipo de boicot. Hubo fricciones entre los diferentes gobiernos, pero la unanimidad jamás se rompió ni peligró. 30 años después los ejecutivos autonómicos de Cataluña y Aragón han sido incapaces de ponerse de acuerdo para presentar una candidatura conjunta en favor de la celebración de unos Juegos de Invierno en los Pirineos. Para Josep Miquel Abad, que fue el responsable del comité organizador de Barcelona’92, este fracaso es "un mensaje devastador, independientemente de si había posibilidades reales de ganar o no la nominación". La imagen de España sale tocada.

Para Abad, mientras el legado físico de la transformación urbana en Barcelona gracias a los Juegos ha pervivido, el "legado moral se evaporó enseguida". En 1992, como españoles demostramos que juntos, dejando a un lado el cortoplacismo partidista, la desconfianza institucional o la rivalidad territorial, podíamos hacer grandes cosas. Que éramos capaces de arrinconar ciertos estigmas y lograr la excelencia. Por desgracia, desde entonces no hemos aspirado en general más que a la mediocridad, aunque el desarrollo económico y el proceso de integración europeo ha camuflado el cainismo político atroz que sufrimos y la falta de cohesión interna.

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