Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Ya no hace falta ver la tele: cuando la pantalla se puede mirar con los ojos cerrados

Ana Terradillos en 'El programa de Ana Rosa', uno de los magacines matinales que se pueden seguir sin necesidad de ver la tele
Ana Terradillos en 'El programa de Ana Rosa', uno de los magacines matinales que se pueden seguir sin necesidad de ver la tele
Mediaset
Ana Terradillos en 'El programa de Ana Rosa', uno de los magacines matinales que se pueden seguir sin necesidad de ver la tele

Hagan el ejercicio. Enciendan la televisión, suban el volumen y cierren los ojos. No se perderán prácticamente nada, pues la mayor parte de los programas diarios son radio en colores. Las parrillas de programación se han llenado de tertulias interminables, entrevistas frenéticas y aluvión de señales de vídeo en multi-pantalla que no hace falta mirar para verlas. 

Hay programas que se pueden colgar como podcast. Y funcionarían tal cual. El frenesí con el que se trabaja en la televisión diaria ha ido provocando el olvido de liturgias televisivas clásicas que eran el motor del magacín, el late night o cualquier otro género. 

Ya ni siquiera hay puertas o escaleras en los decorados para que aparezcan los protagonistas con el ímpetu que merecen. Se piensa que hay que hablar constantemente para que la audiencia no se marche del canal. Mucho cartel de exclusiva, mucha tertulia intensa y alguna que otra exclusiva. Pero así sólo se logran espectadores infieles, pues acuden según la potencia del ruido del día. 

Antes, en cambio, la escenografía definía el tono del programa. Los espacios intentaban encontrar universos creativos propios. Sabían que tan relevante como el contenido es el continente. Se diseñaba una premisa de guion que favorecía que el espacio pareciera único e irrepetible. No bastaba con hablar, sobre todo había que mirarse. La pantalla estaba llena de interpretación, en el buen sentido de interpretar. Esa tele que guiñaba el ojo con complicidad al espectador. 

De esta forma, los programas diarios construían un público fiel. Jugando con el guion, la autoría, el gesto y la estética, se labraba una comunidad de audiencia que sintonizaba la emisora independientemente de la noticia de la jornada. 

La buena televisión siempre ha ido unida a la creatividad teatral. En todos los ámbitos. De las variedades a la información. De Late Motiv de Buenafuente a Salvados con Évole. De Crónicas Marcianas de Sardá a Pasa la vida de María Teresa Campos.  No es lo mismo una entrevista por zoom -que puede hacer cualquiera- que inventar una puesta en escena única para que esa conversación sólo pueda identificarse con un programa. No es lo mismo un decorado con pantallas intercambiables que diseñar una escenografía con un contexto visual que enriquece aquello que acontece en emisión.

Sin embargo, el titular rápido ha arrasado con la elaboración. Y, claro, podemos ver los programas con los ojos cerrados. Bonita metáfora desde la tele de cómo la velocidad con la que debatimos todo acaba aturullándonos, distrayéndonos, simplificándonos y hasta anulando la capacidad de creación. Y sin imaginación somos más maleables, más reticentes. Sin imaginación, somos un país más pobre en todas las direcciones. Menos en la de la bulla, claro. 

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