
La historia se le ocurrió a la ilustradora, la prestigiosa Raquel Aparicio (Ávila, 1982), durante la pandemia. Buscó inmediatamente al jardinero y botánico Eduardo Barba (Madrid, 1978) y le contó su idea. Ambos se apasionaron. Se trataba de dar voz, literalmente, a las plantas que crecen por su cuenta en las ciudades. En las calles, en las grietas de las paredes, desde luego en los parques, en las aceras, en los descampados. En cualquier sitio. Las solemos llamar 'malas hierbas'. Después de leer el libro, queda claro que son cualquier cosa menos eso.
"Pero no quisimos hacer un catálogo al uso, como hay tantos", dice Barba; "lo que nos propusimos, tanto en las imágenes como en los textos, fue encontrar la personalidad o plantalidad de cada vegetal, su forma de ser, su comportamiento. Y para eso no hay nada mejor que dejar que sean ellas quienes hablen".
Así es. Una flor en el asfalto, en un primer momento, se pensó para Estados Unidos, en cuyos medios suele trabajar Aparicio. Pero se enteraron las impulsoras de la editorial Tres Hermanas y ya no hubo forma de quitárselo. Y son las plantas las que hablan, las que cuentan -en primera persona- sus secretos, sus habilidades, su manera de sobrevivir en un medio supuestamente hostil como es una ciudad. Y sus manías, sus rencores y hasta sus poemas o sus chistes.
Desde luego, no todas hablan igual. La hierba cana, por ejemplo, es una señora mayor y educada que se expresa en un castellano casi cervantino y que está por todas partes. Fruto y semillas se vuelven pegajosas cuando se mojan, así que se dispersan -dice la planta- "adheridas a cualquier bicho o rueda que pase cerca. Sí, rueda, leísteis bien. Me pego a ellas y me voy bajando, cual autoestopista, a lo largo de la carretera…".
Las hay tímidas, delicadas y algo modosas, como la amapola o el cardo mariano, que explica que las venas blancas de sus hojas proceden de unas gotas de leche que derramó la Virgen María cuando amamantaba al niño Jesús. Otras son dignas: la malva no quiere decir que la gente la asocia (¿por qué?) a la muerte, con la expresión "criando malvas".

'una flor en el asfalto'
Género: botánica.
Editorial: Tres hermanas
Páginas: 126. Precio: 24,99€
Y luego hay otras mucho más castizas, deslenguadas, frescales y ayuseras, como la correhuela, que es casi imposible de erradicar (se ponga el jardinero como se ponga) y que cuenta de sí misma, toda chula: "Algún lumbreras me ha clasificado entre las diez peores hierbas invasoras del mundo. Los romanos me tildaron de ser un ‘largo gusano’. A otro gaznápiro se le ocurrió decir que yo era ‘como un trabajo imperfecto de la naturaleza aprendiendo a hacer azucenas’. ¡Pues yo diría que son ustedes monos mal hechos!".
Así todo. Eduardo y Raquel han hecho hablar a nada más que medio centenar de plantas, porque el total posible era de varios miles, como dijeron en la presentación que se hizo –dónde si no– en el Jardín Botánico de Madrid. Y no vemos a ninguna, casi nunca nos fijamos en ninguna ni advertimos su presencia, la gran belleza de sus flores, su duración -las hay que florecen todo el año; otras duran muy poco- y lo útiles que son para la fauna urbana y hasta para la salud, porque muchas son comestibles -el ombligo de Venus, por ejemplo- y otras tienen propiedades medicinales. Y están ahí, tiradas en el suelo, escondidas bajo los bancos de la calle.
Eduardo Barba ya triunfó con un libro (El jardín del Prado, Espasa, 2020) en el que, de manera totalmente personal, estudiaba las plantas y flores que aparecen en los cuadros del gran museo. Ahora ha bajado a la acera y, con un tono muchas veces más gamberro y desenfadado, se ha puesto a mirar lo que nadie ve, en lo que nadie repara.
Algunas plantas coinciden en los dos libros, como la maravillosa chirivita (con uve), una margarita con diminutas gotas de color granate en sus flores que está, la pobre, más que harta de que los cursis la deshojen, pétalo a pétalo, para "adivinar" si alguien les quiere o no. O eso dice ella.
El libro, una obra de arte en sí mismo, está diseñado por Miguel Sánchez Lindo. Pero lo más importante, aparte de las espléndidas ilustraciones, es el espíritu con que Eduardo Barba se ha adentrado en él. Decía en la presentación: "Me llama la atención, desde que soy pequeño…". Así es exactamente. Hay que seguir siendo pequeño, hay que tener alma de niño (además de una enorme sabiduría) para escuchar y transcribir la voz de las plantas que viven con nosotros, que están ahí y nos acompañan sin que nos demos cuenta.
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