Debatir limpiamente para seguir vivos

Pablo Iglesias y Rocío Monasterio en el debate de Cadena SER
Pablo Iglesias y Rocío Monasterio en el debate de Cadena SER
CADENA SER
Pablo Iglesias y Rocío Monasterio en el debate de Cadena SER

"Ya que dependes de tu reputación, tendrás que presentarte siempre tan bien preparado para hablar como si en cada una de tus intervenciones dependiera la opinión futura sobre todo tu talento". La frase no es de ningún asesor de esta campaña. Es de Quinto Tulio Cicerón, y la dirigió a su hermano mayor Marco, que pugnaba por conseguir el adversario ante el atril, bajo los focos, con la sola ayuda de los reflejos, la preparación y la convicción. La democracia pierde cuando el terreno se embarra tanto que los electores se ven privados de su derecho a ver a los candidatos confrontarse únicamente con la fuerza de su talento.

Los debates, con su aire de ritual antiguo, son una ceremonia imprescindible en democracia. Y reflejan cómo está el patio político. Lo vimos en directo el pasado viernes, cuando saltó por los aires el organizado por la Ser. El celebrado el miércoles en Telemadrid parece cosa de hace siglos, pues la historia cotidiana se acelera ante nuestros ojos sin darnos tiempo a verla pasar. Ese día, compitieron por la audiencia el serial de Rocío Carrasco, “Contar la verdad para seguir viva”; el fútbol de la Liga a secas, y el debate de los seis candidatos a las elecciones autonómicas de Madrid. El encuentro se ofició en la autonómica, y fue retransmitido por TVE, La Sexta y 13TV. Y congregó a más de tres millones de espectadores, por si quedaba alguna duda del interés suprarregional del 4 de mayo.

Tras la bronca entre Rocío Monasterio y Pablo Iglesias, que abandonó el estudio porque la candidata de Vox se negó a retractarse de sus dudas sobre las amenazas de muerte recibidas por el líder de Unidas Podemos, el ministro Marlaska y la directora de la Guardia Civil –siniestras balas de Cetme en envíos por correo- , no habrá más debates en esta campaña. El espacio de la conversación pública se achica. La bronca de los extremos apaga los argumentos.

Los politólogos no se ponen de acuerdo sobre el impacto de los debates en el voto, seguramente porque es imposible medirlo. Hay un caso claro en la historia, el de la victoria de un lozano Kennedy ante un sudoroso Nixon hace seis décadas, pero algo así es difícilmente extrapolable a hoy, en un mundo de redes, ideas en píldoras y maquillaje antibrillos. Hay otros ejemplos de debates decisivos, como el del octogenario Ronald Reagan frente a Walter Mondale, que no había cumplido los 60. El demócrata le preguntó al ex actor, envenenadamente, por su avanzada edad. El octogenario le respondió que no creía que la juventud y la inexperiencia fueran un problema insuperable. Lo dejó tocado.

Hoy parece que los golpes de ingenio han pasado a mejor vida. Los ciudadanos esperan que, como mínimo, la violencia se condene en cada caso probado, más allá del manido “venga de donde venga”. En España repelen ya las fórmulas ambiguas y que se cubra de sospecha a quien recibe un tiro, un golpe o una grave amenaza. Repugna que se midan esos hechos con doble rasero. Solo la democracia es capaz de convivir con quienes socavan sus fundamentos. Pero un límite muy claro es que el debate político debe ser limpio para que esos cimientos sigan en pie. Para seguir vivos, democráticamente hablando.

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