Sano, pero... sosísimo

  • La sal es el único mineral que injerimos directamente.
  • La clase médica ha decretado que es enemiga de la salud.
  • En los últimos años han surgido múltiples tipos de sal.
Distintos tipos de sal.
Distintos tipos de sal.
Distintos tipos de sal.

Hasta ahora, si decíamos de alguien que era muy salado -pronúnciese "salao", al estilo de los políticos-, o que tenía mucho salero, estábamos dando a entender que se trataba de una persona con la que daba gusto estar, divertida, con gracia; en cambio, llamarle a alguien "soso" equivalía a proclamar su condición de ciudadano aburrido, muermo, triste... Hasta ahora.

Porque ahora parece que lo bueno, lo conveniente, lo deseable, al menos en lo que a la comida se refiere, es que todo esté sosísimo.

La clase médica, después de que la humanidad lleve miles y miles de años buscando sal por todas partes y haya desarrollado ya en tiempos muy remotos un floreciente comercio basado en este condimento esencial, ha decretado que la sal, el cloruro sódico que antes escribíamos ClNa y ahora, vaya usted a saber por qué, NaCl, es uno de los principales enemigos de la salud pública y privada.

Curiosamente, esta cruzada prososería coincide en el tiempo con el descubrimiento por parte de los consumidores de muy diferentes tipos de sal, de las más variopintas procedencias. Vamos, que ahora que empezamos a saber algo de sales... nos prohíben su consumo.

Hace años, a lo más que llegaba la gente era a saber que había sal fina, que era la que, en general, se llevaba a la mesa en el salero, y sal gorda, que se utilizaba en la cocina sin necesidad del mencionado adminículo doméstico.

En el colegio llegaban a explicarnos que básicamente había dos tipos de sal, que mira por dónde no eran la fina y la gorda, sino la sal marina y la sal gema; este conocimiento al que llamaremos académico no tenía aplicaciones domésticas.

Pero hete aquí que desde hace unos años, tampoco vayan a creer que tantos, en el mercado proliferan las más diversas sales, tanto marinas como gemas.

La sal, que al fin y al cabo es el único mineral que injerimos directamente, puede proceder del mar, de unas salinas, donde se obtiene por evaporación, o de una mina; en tiempos antiguos, condenar a alguien a las minas de sal era un castigo bastante definitivo.

Allá a finales de los 80, en una de las primeras ediciones de aquellos Certámenes de Alta Cocina de Vitoria, un cocinero francés, Michel Trama, sorprendió al público asistente -y participante, que allí no se iba a ver vídeos, sino a comer lo que los maestros cocinaban- con lo que llamaba "pétalos de sal", forma bastante poética de designar a lo que realmente eran unas blanquísimas escamas de sal marina procedente de Inglaterra.

Una sal, valga la redundancia, bastante salada, pero muy poco amarga. Por aquellos días yo empecé a "traficar" esa sal -era, y es, la 'Maldon'- que aún no había llegado al mercado español y compraba cada vez que iba a HarrodŽs.

En Fauchon, en París, descubrí la sal de la isla de Ré; por entonces ya conocía la sal gris de Guérande, y poco a poco fueron surgiendo otros orígenes, otros tipos de sal, hasta llegar a las muy exóticas sales negras de Hawai o la sal rosa del Himalaya.

La verdad es que usar una u otra depende más que nada del capricho o la oportunidad. Lo cierto es que la sal en pétalos es cromáticamente bonita y decora bien muchos platos; destaca, sobre todo, cuando aparece sobre el rojo intenso del corte de un chuletón.

Podríamos aconsejar la elección de una u otra sal para según qué cosas... pero, la verdad, de lo que se trata es de que no contenga elementos indeseables -otras sales- que le confieran un sabor extraño, aunque un toquecito yodado, en una sal marina, queda de lo más adecuado.

También influye, como apuntábamos, el posible efecto decorativo de una u otra sal y luego cosas ya menos definitorias, como un ligero apunte ahumado o matices por el estilo.

Pero ya decimos: ahora que empezamos a entender de sales, que hemos desterrado a la cocina la sal fina, y con ella a esos saleros con los que indefectiblemente acabábamos peleándonos por negarse a cumplir su función de echar sal, y llevamos a la mesa las sales 'gordas' en sus propios envases... nos dicen que sería mejor que no probásemos la sal, en nombre de la tensión arterial.

Vale: se puede vivir sin ponerle sal a la comida. También se puede vivir sin endulzarla, y sin ponerle especias, y miren las que se han montado en la historia del hombre a cuenta del azúcar, responsable en muy buena parte del tráfico de esclavos de África a América, y las especias, a cuya búsqueda se debe la expansión colonial de las potencias europeas a partir de 1492.

O sea: olvídense de todo ello, y vayan mentalizándose de que, a efectos médicos, lo soso es lo deseable. Conclusión: ninguna novedad, porque ya sabemos que todo aquello que nos gusta o nos proporciona pequeños o grandes placeres va a ser lo siguiente que nos prohíba la clase médica... a la que aún no he visto pedir, si no perdón, sí al menos disculpas por las barbaridades que, en su día, se publicaron sobre cosas como el aceite de oliva, los pescados azules o los huevos.

Es el recuerdo de ésas y otras meteduras de gamba monumentales lo que hace que mantengamos viva la esperanza... y abiertas las salinas.

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