El incidente tuvo lugar el 28 de noviembre de 2002, cuando el menor se vacunó y, como reacción adversa, le surgió una sordera nerviosa.
Transcurrido un año, la madre del niño remitió un telegrama a la Administración para solicitar una indemnización por el daño causado a su hijo. Como no obtuvo respuesta, reiteró su solicitud de reclamación el 15 de septiembre de 2004.
Tras estudiar el caso, el CJC estima que constituye una carga del ciudadano asumir los efectos adversos derivados de la administración de vacunas que sean calificados de leves o moderados --fiebre, abcesos, inflamación local, erupciones cutáneas, lesiones no permanentes--, mientras que es la comunidad la que, representada por la Administración, "debe asumir los más graves y permanentes".
Así, puntualiza que el éxito "incuestionable" de las vacunas en el control y en la eliminación de muchas enfermedades, "no conlleva que los efectos adversos o indeseables que hayan generado deban de ser soportados, automáticamente y de forma incuestionable, por los menores", aún cuando sean inevitables. Considera que al ser "perfectamente" conocidos y posibles, "han de ser asumidos por la comunidad".
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