
“Somos polvo de estrellas, somos todo esplendor y hemos de regresar al jardín”. La cantante canadiense Joni Mitchell escribió esta dionisiaca línea en la canción Woodstock , dedicada a recordar la gran celebración de la Era de Acuario de los hippies. Ahora la cuestión es más apolínea: “Dinero, joyas y sexo. ¿Y qué queda para mí?”, dice en una de sus operas de tres peniques el cantante más deseado de los megafestivales de estos tiempos, Morrissey .

Hasta 1970 los festivales eran temidos por el status quo y controlados como actos de rebeldía por todas las fuerzas policiales del Estado –también en España, donde los antidisturbios de Manuel Fraga, entonces capo di tutti capi del orden predemocrático, estaban armados hasta los dientes para intervenir contra el Woodstock madrileño, el Festival de los Pueblos Ibéricos celebrado en mayo de 1976 en la Universidad Autónoma–.
Nadie teme a estas alturas al fenómeno. Los megafestivales están cofinanciados con dinero público por las comunidades autónomas y los ayuntamientos, sin que nadie dé cuenta de cuánto se gasta y en qué –no existen leyes ni normativas que limiten el dinero a fondo perdido que las instituciones regalan a estos eventos privados–, y son vendidos por los operadores turísticos como añadido al cebo de sol y sangría. Lo importante es conjugar los verbos al uso: estar, ponerse y retozar sin compromisos en la tienda de campaña con no importa quién. Hubo un tiempo en que los verbos eran otros: “sintoniza, despierta, abandona”.
Los empresarios con cierta voluntad idealista que organizaron las primeras romerías generacionales han dado paso a los mercaderes que compiten con modales salvajes contra los festivales enemigos, pujan como agentes bursátil para hacerse con los artistas antes que el rival y pagan cahés inflados hasta la indecencia. Casi todo es opacidad y miedo al fisco en el sector, pero ha trascendido que, por ejemplo, Rage Against the Machine cobrarán este verano 800.000 € por cada una de sus citas veraniegas para vender nostalgia.
Ni los músicos ni el público de los festivales de Newport (se celebra desde 1959), Monterrey (1967) o Woodstock (1969) hubiesen admitido ser reclusos de campos de internamiento patrocinados por transnacionales de la cerveza y consejerías de la cultura pesebrista. Tampoco el tufo a progrom de las pulseras electrónicas en la muñeca y los tatuajes indelebles en el antebrazo, la prohibición de introducir comida o bebida en los recintos y la merma del libre albedrío de los asistentes-pagadores (“la pérdida de la pulsera, supondrá la pérdida del derecho de admisión”, dicen marcialmente las condiciones del FIB de este año).
Aunque Newport (Nueva Inglaterra, EE UU) tiene el grado de la veteranía, con sus festivales de folk y jazz, ahora en decadencia pero otrora valientes plataformas de difusión de músicas combativas y anti sistema –Joan Baez debutó sobre su escenario en 1959 y Bob Dylan se electrificó por vez primera en una muy polémica actuación en 1965–, el carácter significativo se lo llevaron los ‘tres días de paz, amor y música’ (el orden de los elementos es congruente) del festival del Woodstock, celebrado del 15 al 17 de agosto de 1969 en Bethel, un pueblucho del estado de Nueva York.

Pese a la indolencia decididamente hippie de la organización (sólo 200.000 asistentes pagaron entrada, el agua potable no era suficiente y el Ejército tuvo que arrojar comida desde helicópteros), todo salió bastante bien. La música no fue notable (con una sobresaliente excepción: Santana), pero el respeto mútuo y la libertad espontánea se mostraron como posibles ante una sociedad que descreía y ridiculizaba a los peludos. La generación de Woodstock aprendió que la solidaridad era el mejor antídoto contra la paranoia.
Pero todo se fue al traste unos meses más tarde en el autodrómo de Altamont, muy cerca de San Francico, donde los Rolling Stones montaron un “Woodstock instantáneo”, según cacareó Mick Jagger a los cuatro vientos. Era un megafestival gratuito para congraciarse con los hippies que criticaban el alto precio de las entradas de la gira del grupo inglés. Fue el canto de cuervo de los años del amor, el siniestro epílogo del hippismo y el final de la inocencia. Empezaba la era del egoísmo y el sálvese quien pueda. Los motoristas de los Hell’s Angels (Ángeles del Infierno), contratados por los Stones como guardia de corps, acuchillaron hasta la muerte a un joven negro a pocos metros del escenario mientras la banda seguía tocando sin apenas inmutarse. Jagger, Richards y compañía se desentendieron y se largaron del lugar en helicóptero.
Este año el FBI ha revelado que los Ángeles del Infierno intentaron matar a Jagger unas semanas después porque no les habían pagado lo acordado por ser guardaespaldas: 500 dólares y barra libre de cerveza.
Momendo decisivo
16 al 18 de junio de 1967
Monterrey Pop Festival
Tiempo de euforia (el ‘verano del amor’) para el primer y más puro de los festivales hippies. En la costa norte de California, 32 grupos y 70.000 asistentes. Hay un buen documental (Monterey Pop, de D.A. Pennebaker). Lo mejor: la proteica actuación de Otis Redding , a quien, por cierto, no le caían bien los hippies: les consideraba «niñatos».
Un negocio de 40 millones de €
Este verano hay más megafestivales que nunca. En Europa se venderán 12 millones de entradas. El negocio es tentador: en España, con 54 festivales y casi dos millones de tiquets, el volumen de facuración superará los 40 millones de €. La música importa poco en la ecuación: al público parece darle igual el lúgubre declive creativo de Leonard Cohen, que encabeza este fin de semana el cartel de Glastonbury (195 €) y, en julio, el de Benicàssim (190). Tampoco importa el absurdo. Este fin de semana, en el Rock in Rio franquiciado de Arganda de Rey (hasta 275 €), compartirán escenario las caderas de Shakira, la agónica voz de Bob Dylan, la ridiculez de Jamiroquai, un mondongo llamado Flamenco All Stars y el ‘ya que nadie despunta vamos a tocar Roxanne otra vez’ con el cual los arcaicos Police se están montando un bonito plan de jubliación..

Una peli
Gimme Shelter
Cuando los Rolling Stones se dejarban filmar por cineastas independientes y no por hagiógrafos bien untados como Scorsese. Escalofriante documental de los hermanos Sayles sobre la gira del grupo por los EE UU en 1969. Momento histórico: la frialdad glaciar de Jagger y Richards mientras frente a ellos asesinan a una persona en Altamont. Curiosidad: uno de los operadores de cámara era un chiquillo llamado George Lucas. Albert y David Mayles, 1970. 40 €

Woodstock
Música de la gran romería de Acuario y banda sonora de la película oficial del festival. Sólo tres magníficos momentos, todos ellos mestizos: el ígneo Soul Sacrifice de los jovencísimos Santana , los ingleses Ten Years After haciendo blues de alto voltaje y Sly & The Family Stone ofreciendo funky marihuanero a los hippies. Los vacas sagradas, regular: The Who , melodramáticos y engreidos; Jimi Hendrix , dubitativo, y Crosby, Stills & Nash como beatos en ejercicios espirituales.
Varios artistas. Atlantic, 1970. 40 €

Hippie
El autor estuvo en la pomada: fundó la revista International Times, era amigo y socio de los Beatles, regentaba la librería Indigo, donde convergía el underground del swinging Londres... El libro, de casi 400 páginas, es delicioso por su inmediatez subjetiva y militante. Enorme cantidad de buenas fotos y ganas de echarse a llorar por lo mucho y bueno que hemos perdido en el camino.
Barry Miles. Global Rhythm Press, 2008. 29,9 €
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