La Constitución de todos

Pablo Casado, presidente del PP.
Pablo Casado, presidente del PP.
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Pablo Casado, presidente del PP.

Sin duda, uno de los grandes aciertos de la Constitución de 1978 fue que rompió con las constituciones de partido que se habían elaborado desde que fracasó la de 1812. Con ello se impulsó una Carta Magna por parte de los representantes políticos en la que cupieron todas las sensibilidades políticas y sociales. Fue una Constitución sin adjetivos, sin más protagonista que el pueblo español y con unos dirigentes, los primeros S. M. el rey don Juan Carlos I y el presidente del Gobierno Adolfo Suárez, que supieron ser verdaderos instrumentos al servicio de los españoles.

En un ambiente en el que nada acompañaba al éxito, todo salió bien. No olvidemos que el terrorismo de ETA y del Grapo azotaba de un modo permanente, Europa estaba dividida en dos bloques y la crisis económica estaba deteriorando profundamente las condiciones de vida de los españoles. Solo había una cosa clara, no había que cometer los errores del pasado.

Porque si algo se tuvo en cuenta es qué había ocurrido en el pasado. No hubo ningún olvido, sino la conciencia clara de no repetir errores. Los principales políticos de la época, o bien habían vivido los sucesos más traumáticos de nuestra historia, o bien tenían un conocimiento profundo de ellos. Hubo un sincero deseo no de pasar página sino de escribir juntos el futuro. Y eso es lo que hemos hecho a lo largo de los últimos cuarenta años, impulsar juntos la etapa de mayor prosperidad y progreso de nuestra historia. Pero hoy, cuando estamos ya cerca de terminar la segunda década del siglo xxi, es momento de afrontar con la misma determinación los retos que tenemos para que nuestra nación siga siendo ese proyecto sugestivo de vida en común. La Constitución es un texto que requirió un delicado proceso de elaboración, por ello, su reforma –prevista en el propio texto– debe seguir unas pautas exigentes. Hasta ahora se ha hecho en dos ocasiones y con unos objetivos muy precisos y tasados. Se hizo para adaptar el artículo 13.2 al Tratado de Maastricht de tal forma que los ciudadanos comunitarios pudieran participar con todos los derechos en las elecciones municipales. Años después, en 2011, se procedió a reformar el artículo 135 para garantizar la estabilidad financiera y los compromisos del Gobierno en un momento de crisis.

Las reformas no pueden responder a ocurrencias del Gobierno o, ante la ausencia de un programa político de acción, tratar de disimularlo con cambios en nuestra Carta Magna. Es un defecto habitual de los malos políticos tratar de revestir sus carencias haciendo política con el Estado.

Junto a la oportunidad, el segundo criterio es que sea muy tasada en sus objetivos y en sus consecuencias. El propio informe que hizo el Consejo de Estado en 2006 es un claro ejemplo de cómo unas reformas muy medidas y oportunas pueden ser complejas en su desarrollo por las consecuencias que ello implica.

Por último, las reformas deben hacerse, al menos, con el mismo consenso con el que se hicieron las de 1978. Una reforma constitucional no puede hacerse para que sean menos los que la apoyen que los que lo hicieron hace cuatro décadas.

Es evidente que todas esas circunstancias hacen muy difícil que se puedan poner en marcha reformas de nuestra Carta Magna. Por algo han sido apenas dos en estos cuarenta años. Las democracias más longevas lo han sido por la estabilidad institucional que generación tras generación han asumido en su texto constitucional. La de Estados Unidos es, quizás, el mejor ejemplo. Avancemos en esa dirección y dejemos de lado la tentación de abrir ninguna reforma cuando no se tienen ni los apoyos ni el mandato ni la idea clara de cómo puede acabar ese proceso. España tiene necesidades mucho más urgentes.

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