El último cronista andalusí

José Manuel García Marín (Málaga, 1954) no pensó nunca ser escritor, pero el día que descubrió La Alhambra se quedó enredado en la geometría de las paredes, y comenzó a recorrer líneas y ángulos sin saber que trazaba el camino de su vida.
«Hay que dejarse llevar por la vida», dice García Marín.
«Hay que dejarse llevar por la vida», dice García Marín.
Rafael Marchante
«Hay que dejarse llevar por la vida», dice García Marín.
«Supe que aquello que nos decían en la escuela de que la España islámica eran unas tribus salvajes que nos habían invadido era mentira. Que esa cultura que pretendían desenraizar es tan andaluza como los artistas que levantaron la Alhambra».
 
Como quien acaba de conocer a un padre del que nunca le hablaron, García Marín, entonces corredor de seguros satisfecho con su profesión, sintió la necesidad de saber más y más sobre Al Ándalus. A medida que avanzaba en el conocimiento de sus artistas, místicos y científicos; de sus costumbres, idiosincrasia y modos de convivencia, fue constatando hasta qué punto eran solventes las pruebas de la paternidad de Al Ándalus sobre nuestra cultura.
 
Ocurrió que, cuando llevaba ya suficientes décadas de estudio como para ser considerado un especialista, la muerte le arrebató a su socio en el negocio de los seguros, sector que para entonces «se había vuelto muy hostil». Decidió dedicarse a contar a los demás la rica herencia humana de los ancestros andalusíes, y se le ocurrió que una buena manera podía ser escribir una novela. Así nació Azafrán (Roca), bellísimo viaje literario por una Al Ándalus a punto de derrumbarse bajo la intransigencia de los conquistadores cristianos.
 
No pensaba García Marín ser escritor, pero Azafrán va de reedición en reedición, porque nació del fundamento primero de la literatura: dejar testimonio de lo vivido.
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