Plazas de nadie

Hay lugares que crean arquitecturas y arquitecturas que definen lugares. La plaza de la Marina, al contrario que los foros romanos, los mercados medievales o las plazas de los pueblos, surgió como solución urbanística a la necesidad de abrir la ciudad a un frente marítimo que cada vez se alejaba más de las callejas angostas de la ciudad antigua, de trazado árabe. Nació como un espacio de tránsito entre el puerto y el centro, como un enlace entre los ensanches de La Alameda y El Parque.

Tal vez por eso cuando, en los años ochenta, se abordó su remodelación, se concibió como la primera plaza dura de la ciudad; la antesala de tantos lugares sin alma como después se han creado: un espacio inhóspito que no invita al remanso, sino a la travesía acelerada. Al principio se instalaron unas farolas que generaron la mayor avalancha de cartas al director en la prensa local de la etapa democrática. Eran unos pilotes rematados por una luz cegadora, amarilla, y con un sol metálico a modo de collar. Los ciudadanos, indignados, decían que parecían luces de aeropuerto. Los aeropuertos también son no-lugares.

Nos hemos acostumbrado a las plazas pavimentadas, sin árboles de sombra, donde las fuentes, los bancos o los columpios son cuidadosamente retranqueados hacia los bordes para dejar espacio al advenimiento de carpas para todo tipo de eventos que permiten a los ayuntamientos sacar beneficio del espacio público: festivales de la tapa, conciertos musicales, ferias comerciales. Y las plazas no son de nadie, salvo de quienes montan y desmontan las carpas. Los ciudadanos, convertidos en turistas/consumidores, se acercan sólo de visita.

Pero, igual que la hiedra acaba colonizando las grietas de los muros, los ciudadanos acaban reclamando los espacios públicos. La plaza de la Marina es el paraíso de los rollers y skaters que, volando sobre ruedas, convierten esa arquitectura de rampas y desniveles en un paraíso. Y toman para el pueblo lo que es del pueblo.

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