Lepanto: el sangriento domingo que dejó manco a Cervantes y despertó sus ansias militares

La batalla de Lepanto: Cervantes peleando sobre la galera «Marquesa».
La batalla de Lepanto: Cervantes peleando sobre la galera «Marquesa».
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La batalla de Lepanto: Cervantes peleando sobre la galera «Marquesa».

La batalla de Lepanto, la que Miguel de Cervantes Saavedra vivió a los 24 años siendo un soldado bisoño, es decir inexperto, a la que a lo largo de su vida reivindicó como "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes ni esperan ver los venideros", siendo la única batalla victoriosa en la que participó, es, en realidad, una de las más cruentas (e inútiles) batallas de la historia. Las cifras imponen: más de 61.000 víctimas, entre muertos y heridos, en tan solo seis horas de enfrentamiento.

Es difícil imaginar y mucho menos escribir lo que sucedió aquel domingo 7 de octubre de 1571 en el golfo de Lepanto: la caída del ala derecha de los turcos o el combate más equilibrado en la parte central, después de que el espolón de la Sultana se clavara en el centro de la Real, que terminó cuando un arcabuzazo acabó con la vida de Alí Pachá.

Pero aún quedaba el ala izquierda, donde aún no había comenzado el combate. El virrey de Argel, Uluch-Alí, se lanzó con todas sus fuerzas hundiendo varias galeras cristianas. Era el ala de las naves de Andrea Doria, a las que se habían añadido las de Álvaro de Bazán. En la galera la Marquesa luchó un soldado principiante conocido como Miguel de Cervantes.

A las cuatro de la tarde, todo había terminado. Cervantes, poco avezado en batallas y con fiebre (según confiesa él mismo), estaría en principio destinado a engrosar el conjunto de soldados que constituían el "socorro", el que estaba destinado a quedarse en la retaguardia esperando a ser convocados si el conflicto lo requería.

Al no querer mantenerse en esta posición tan poco ventajosa, su capitán le envía a otra de defensa más acorde con su estado febril y escasa experiencia. El esquife, parte que se levantaba en el centro, permitía atacar desde una posición privilegiada a las naves enemigas. Allí se daban cita los arcabuceros más experimentados, a los que defendía un grupo variable de soldados bisoños lanzando piñas incendiarias.

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Del arcabuzazo al mito

En la literatura que fue llenando de versos y de relatos heroicos el recuerdo de la batalla de Lepanto se mezclan datos de algunos de sus protagonistas con la visión propagandística con que supieron los escritores ir construyendo un mito, una victoria sin igual.

De este modo, al margen de los testimonios propagandísticos e interesados de los amigos cervantinos, hemos de deducir que el capitán Francisco de San Pedro le ordenara a Miguel de Cervantes pasar del "socorro", bajo la cubierta de la galera, al esquife, donde estaría defendiendo la "batalla" con piñas incendiarias con otros 11 compañeros.

Uno más entre ellos. Uno más de los heridos, recibiendo tres arcabuzazos. Uno de los pocos que se libraron de la muerte en la batalla de Lepanto. Uno de tantos que estuvieron en el hospital de Messina, uno de los 353 soldados que recibieron, por orden de Juan de Austria, una ayuda para los que "habían quedado heridos, necesitados o maltratados", según orden del 23 de enero de 1573.

A la hora de valorar la participación de Miguel de Cervantes en la batalla de Lepanto, no hemos de olvidar que era un combatiente primerizo entre los más de 28.000 soldados que en ella participaron. Las biografías cervantinas a partir del siglo XVIII –y las mitificaciones del siglo XIX– ya se encargaron de situarlo en el centro de una batalla que él vivió en los márgenes.

Por más que se haya escrito lo contrario, la batalla de Lepanto es, en realidad, el principio de la carrera militar de Cervantes, que permaneció en los tercios españoles durante más de tres años, llegando a ser nombrado alférez. Las heridas de arcabuz, pese a que le dejaron inutilizado el brazo izquierdo, son muestras de su valentía antes que la razón de la imposibilidad de seguir avanzando en la carrera militar.

En septiembre de 1575, Miguel de Cervantes se embarca en Nápoles junto con su hermano Rodrigo en la galera el Sol rumbo a España. En sus manos lleva la licencia de ausencia firmada por Juan de Austria, y su hoja de servicios firmada por el duque de Sessa. ¿Sus pretensiones a la llegada a la corte? Las de tantos alféreces de su tiempo: solicitar una patente de capitán para así poder acceder al más alto puesto al que podría aspirar dentro de la vida soldadesca.

Una patente de capitán que, de conseguirla, le permitiera volver a Italia al mando de su propio tercio. Pero todo cambió el 26 de septiembre de 1575, cuando la galera el Sol fue abordada por los corsarios argelinos frente a las costas catalanas.

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