Dublín, en verde y negro

  • Del Shamrock, el trébol con el que san Patricio introdujo el cristianismo en Irlanda, al museo dedicado a la Guinness, su oscurísima bebida nacional. Un recorrido para empaparse de los colores de la capital irlandesa
  • FOTOGALERÍA: Dublín, mucho más que san Patricio
En Dublín hay más de 600 pubs con licencia. En The Temple Bar, el más icónico de todos ellos, y uno de los más concurridos, nunca faltan la música en directo ni una pinta de Guinness, la bebida nacional irlandesa.
En Dublín hay más de 600 pubs con licencia. En The Temple Bar, el más icónico de todos ellos, y uno de los más concurridos, nunca faltan la música en directo ni una pinta de Guinness, la bebida nacional irlandesa.
GTRES ONLINE
En Dublín hay más de 600 pubs con licencia. En The Temple Bar, el más icónico de todos ellos, y uno de los más concurridos, nunca faltan la música en directo ni una pinta de Guinness, la bebida nacional irlandesa.

Las celebraciones del primer centenario del Levantamiento de Pascua, la insurrección militar que condujo a la independencia de Irlanda, y de la festividad de san Patricio, su patrón, se han cruzado este 2016 en Dublín bajo un cielo azul y un sol de calidez mediterránea, raros en un invierno como el irlandés, habituado a una rica paleta de grises. No hay que preocuparse, en cualquier caso, de los colores que ofrezca su cielo: cualquiera de ellos combina con el verde y el negro que se entrecruzan en el ADN de esta ciudad milenaria y, a la vez, vibrantemente joven.

Verde…

Verde es el primer color de la bandera de Irlanda, el que representa a la grey católica –el 84% de sus casi cinco millones de habitantes– frente a la minoría protestante. Pese a que el porcentaje de población que se declara practicante está en retroceso desde hace décadas, el catolicismo tiene aún hoy un enorme arraigo en la sociedad irlandesa, y sigue siendo uno de sus principales rasgos de identidad. Y no solo porque haya marcado muchos de los hábitos y costumbres de la isla –de la proliferación de familias numerosas a la prohibición de servir alcohol a ciertas horas del día–, sino porque simboliza además su independencia del Reino Unido, a cuya corona perteneció hasta hace poco menos de un siglo, y de la iglesia anglicana y su credo protestante, tantas veces impuesto en la isla desde que las fuerzas del parlamento inglés, comandadas por Oliver Cromwell, la conquistaran por primera vez en el siglo XVII.

Protestante o católico, el cristianismo ha dejado su huella física en las calles de la capital irlandesa con un reguero de memoriales, monumentos, cementerios y, sobre todo, incontables iglesias. Es difícil no toparse con la de Santa Teresa –la primera consagrada al catolicismo tras el acta que en 1793 devolvió a sus seguidores parte de sus derechos sociales–, y su singular planta en forma de ‘T’ incrustada en un callejón perpendicular a Grafton Street, la principal arteria comercial de la ciudad. La de St. Michan, algo más antigua y alejada del centro, al norte del río Liffey, es célebre por la colección de momias excepcionalmente conservadas que descansan en su cripta. Las más populares de todas ellas son las de los hermanos Henry y John Seares, dos milicianos ajusticiados en la rebelión anti inglesa de 1798, aunque las hay más venerables, como la de un caballero cruzado al que hubieron de cortar los pies para introducirlo en su ataúd hace ya más de ocho siglos, en la primera década del siglo XIII. Algo anterior es la primera piedra de la iglesia de St. Audoen’s, el templo más antiguo de la ciudad y de toda Irlanda. En su interior se viene celebrando el culto desde que fuera levantada a principios del siglo XIII.

Catedral de la Santísima Trinidad

Verdes como para hacer salivar a la mejor alimentada de las vacas irlandesas son los prados que rodean las dos catedrales, ambas en activo, con las que cuenta la capital. La de la Santísima Trinidad, aunque de estilo neogótico, fruto de una reconstrucción casi total del siglo XIX que enmendó a su vez otra del XVI, fue levantada en el siglo XIII sobre los restos de un templo vikingo anterior. De entonces es la gran cripta subterránea, hoy reconvertida en centro de exposiciones y cafetería, que pasa por ser la estructura edificada más antigua de cuantas se tienen hoy en pie en Dublín. La otra catedral de la ciudad, la de san Patricio, comparte con la anterior buena parte de su accidentada historia: edificada también en el siglo XIII sobre el solar que ocupara otro templo medieval, la mayor basílica de la capital luce aún los costurones dejados desde entonces por incendios, saqueos, derrumbes y sus consiguientes reformas. La última de ellas, de 1860, a la que el templo debe su apariencia actual, fue costeada por Benjamin Guinness, tercero de una estirpe de productores de cerveza cuya contribución a la ciudad, celebrada aún a diario por los dublineses, bien merece capítulo aparte.

Más nombres propios asociados a la seo de san Patricio: Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, fue deán de la catedral desde 1713 hasta su fallecimiento, en 1745. En fechas cercanas el compositor George F. Handel eligió al coro de esta catedral para representar por primera vez su obra más célebre, el Mesías, en el vecino New Music Hall de Dublín. También la figura del propio san Patricio va ligada, inevitablemente, al templo levantado en su nombre. De un pozo próximo, dice la leyenda, salió el agua con la que el apodado apóstol de Irlanda ofició sus primeros bautismos entre los paganos. Nadie sabe dar razón del lugar exacto en que se halla ese pozo, si es que existió en realidad, pero la losa de piedra grabada con motivos célticos que dicen que lo cubría puede visitarse hoy en el interior del templo.

Ésta del aljibe no es la única leyenda sobre el gran patrón irlandés. No hay acuerdo sobre cuáles fueron sus auténticos nombre y lugar de nacimiento, aunque sí sobre que nació en el siglo V, en el seno de una familia cristiana acomodada, en algún punto de la Britania romanizada. De ahí llegó al noroeste irlandés, en el vientre de un barco pirata, tras haber sido apresado como esclavo siendo un adolescente. Tras seis años de cautiverio en la isla, Patricio escapó para emprender un periplo por Inglaterra, Francia, Roma y, de ahí, nuevamente a Irlanda, donde introduciría la fe cristiana entre la población local, mayoritariamente pagana.

Para ello, siguen las leyendas, el santo se ayudó de un trébol con el que ilustró el dogma de la santísima Trinidad. Hoy ese trébol, shamrock en su nombre gaélico, es uno de los símbolos nacionales irlandeses, al igual que lo son, aunque por su ausencia, las serpientes. Estos verdes ofidios, que antaño alfombraban la llamada isla esmeralda, no se arrastran hoy por más suelo irlandés que el de los zoológicos desde que el santo hiciera que todos los de su especie murieran ahogados en el mar.

Mitos aparte, la figura san Patricio es recordada cada 17 de marzo en todo el mundo anglosajón con un bullicioso y superlativamente verde desfile en el que se suceden gaiteros, carrozas, bandas, corales, majorettes y malabaristas. El de Nueva York, que congrega cada año a dos millones de personas, es junto a los de Chicago y Savannah el más multitudinario de todos, aunque ninguno como el de Dublín para festejar sobre el terreno las más genuinas esencias irlandesas. La capital de la isla ofrece, además, la oportunidad de celebrar al santo de forma más solitaria. A tan solo unos 30 kilómetros al norte, sin salir del condado de Dublín, se encuentra la villa costera de Skerries. Allí, al pie de un verde promontorio sobre el que giran sus aspas un par de molinos del siglo XVI aún en funcionamiento, se encuentra el Camino de san Patricio, un sendero entre prados desde el que se domina una gran bahía abierta al Mar de Irlanda, y que conduce al pequeño istmo rocoso en el que el apóstol puso el pie al término de su segundo viaje a la isla. De ese primer paso de san Patricio en tierra firme –de nuevo la leyenda– quedó la oquedad en forma de huella en la que vecinos y turistas, según manda la tradición, introducen hoy su propio pie para, después de santiguarse con el agua de mar acumulada en el hueco, pedirle un deseo al santo.

Phoenix Park

El clima de Dublín, aun siendo de los más secos de Irlanda, asegura suficiente agua para mantener un verde impecable en los abundantes jardines y parques de la ciudad. Uno de ellos, el Phoenix Park, es uno de los espacios verdes urbanos más grandes del mundo, con una superficie de 712 hectáreas (el doble de las que cuenta el neoyorquino Central Park, o casi siete veces más que el Retiro madrileño) de arboledas y sotos de ribera donde anidan más de un centenar de especies de aves, y praderas por las que corretean en libertad ciervos, tejones y zorros. También es posible ver leones, elefantes o hienas, pero desde la distancia prudencial que imponen los fosos del cercano zoológico de la ciudad, el tercero más antiguo del mundo tras los de Londres y Viena. Los animales no son, en todo caso, los únicos vecinos del mayor pulmón dublinés: aquí se encuentra también la residencia oficial del presidente de la República de Irlanda –un edificio casi gemelo a la Casa Blanca de su homólogo norteamericano–, además del vetusto castillo de Ashtown y un buen número de concurridas pistas deportivas.

Otros parques de la ciudad, no tan grandes pero igualmente frecuentados por los dublineses, son los llamados ‘georgian squares’, cinco coquetos jardines victorianos de planta rectangular y perímetro vallado, ubicados en la zona central de la ciudad. El de Steve’s Green es el más próximo al área comercial y turística, y por tanto el más concurrido. Aun así, los recoletos rincones que se forman al abrigo de sus arboledas, arriates y estanques, en los que es fácil encontrar cisnes y gaviotas, son un lugar perfecto para dejar atrás por un rato el bullicio de la ciudad.

… y negro

Los vikingos fueron los primeros en asentarse, hace un milenio, en el lugar donde hoy se levanta la capital irlandesa. Las oscuras aguas del río por las que esos primeros pobladores movían sus barcos de mercancías acabaron dando a la población el nombre de ‘Dubh-Linn’, algo así como “laguna negra” en gaélico. Ese río recibe hoy el nombre de Liffey, y es el principal de los tres cursos de agua que drenan la ciudad. En sus riberas, históricamente dedicadas a la actividad portuaria, se levantan hoy relucientes edificios de diseño en los que brillan los logotipos de grandes empresas tecnológicas estadounidenses como Google, Apple o Microsoft, que tienen aquí su sede para toda Europa.

Museo Guinnness Store

Más oscura aún que la del Liffey es la verdadera agua de Irlanda. Lo que en España llamamos cerveza negra, y allí simplemente Guinness, es un brebaje tan ligado a la rutina y el carácter irlandeses que, más que de bebida, tiene la consideración de un alimento, tan cotidiano o más que el mismísmo pan. Aquí se bebe una buena parte de los 10 millones de vasos de pinta –casi medio litro– que se despachan cada día en el mundo. Solo en el Reino Unido y Nigeria, países que multiplican varias veces la población irlandesa, se consume más que en la isla en la que Arthur Guinness comenzara en 1759 a producir su ‘stout’ en las viejas instalaciones de una cervecería en desuso. En ese mismo lugar, el número 8 de la calle St. James, se encuentra hoy la Guinness Storehouse, un museo en el que descubrir la historia y el proceso de fabricación de esta bebida, aprender a servirla sin perder su distintiva espuma cremosa o a maridarla con diferentes platos, y, naturalmente, degustarla a placer en su bar-restaurante panorámico.

Pero hablar de la Guinness es, inevitablemente, hablar del pub, la verdadera institución irlandesa, epicentro de su vida social, lúdica y cultural. El de Temple Bar, en la calle del mismo nombre, es la quintaesencia del pub tradicional dublinés, aunque en cualquiera de los más de 600 de la ciudad se puede disfrutar de la característica y cálida penumbra en la que dublineses de toda condición conversan, comen y beben animadamente, pero sin el estrépito que casi sin excepción atrona en los bares españoles. En todo caso, la sola experiencia de tomarse una pinta en The Cobblestone, O'Donoghues o Hogan’s, por citar solo unos pocos, justifica sobradamente una visita a Dublín.

Y de la pinta a la tinta: pocas ciudades han sido inmortalizadas tantas veces negro sobre blanco o han concentrado tantos escritores universales por metro cuadrado como Dublín. James Joyce, Oscar Wilde, Bram Stoker, William Buttler Yeats, Jonathan Swift, George Bernard Shaw o Samuel Beckett, entre otros, nacieron o tuvieron su casa en la capital irlandesa, que ofrece hoy al visitante unas cuantas alternativas para empaparse de su aire más literario. Se puede fisgar entre las cartas, retratos, entre otros objetos personales, y primeras ediciones de muchos de ellos en el Writers Museum; seguir por la ciudad las placas que recrean las andanzas de Leopold Bloom, el protagonista de la obra cumbre de Joyce, quien tiene además en el James Joyce Centre su museo propio; o, simplemente, caminar sin rumbo entre las elegantes mansiones georgianas en busca de los rótulos que identifican aquéllas que habitaron los más ilustres e inspirados vecinos de la ciudad.

Otra opción de libro, más para bibliófilos que para mitómanos, es acercarse a la librería vieja del Trinity College, sede desde hace 400 años de la universidad de Dublín. En el centro de esta imponente biblioteca –la misma que simula ser la de Hogwarts en ‘Harry Potter y el prisionero de Azkaban’–, rodeado por los más de 200.000 volúmenes históricos que reposan en la penumbra de sus estanterías, brilla una de las grandes joyas artísticas de la ciudad, un códice iluminado conocido como Libro de Kells, y que es considerado, por el colorido y belleza de sus miniaturas, una de las obras cumbre del cristianismo celta medieval.

Biblioteca viejo del Trinity College

Y negro, o al menos muy oscuro, debió de ser el color del futuro que se le presentaba a toda una generación de Irlandeses, la que a mediados del siglo XIX abandonó el país en masa con rumbo a EE. UU., Inglaterra, Australia o Canadá en busca de una nueva vida. Esta ola migratoria, conocida como la gran diáspora irlandesa, fue la respuesta a una hambruna que acabaría además por cobrarse más de dos millones de muertos. Estos, sumados a otros tantos que salieron del país, redujeron a la mitad la población de Irlanda, sumiéndola en una crisis demográfica y económica de la que el país tardaría décadas en salir. A cambio, más de 80 millones de personas en todo el mundo aseguran hoy ser de origen irlandés.

Los tiempos, por fortuna, han cambiado mucho en la isla. Dublín, con 35,8 años de media, es hoy la ciudad más joven del Irlanda, que es a su vez el país más joven, con 36,1 años de edad media (datos de 2011), de toda Europa. Y a la vista del crecimiento económico reciente, cercano a aquellos porcentajes próximos al 10% que en los primeros 2000 le dieron al país el sobrenombre de “el tigre celta”, nada invita a pensar que ninguna otra crisis vaya a vaciar, como en el XIX, las calles de Dublín, ni ningún irlandés a dejar de brindar o teñirse de verde a la salud de san Patricio.

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