El despertar (con subtítulos para sordos)

Zapatero terminó con la huelga de brazos caídos de algunos de sus ministros. La coordinación de la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, ha sido deficiente. Caldera recupera protagonismo en la recta final.
Las quejas comenzaron a llegarle en marzo. Según se le informó desde Ferraz, había ministros que desatendían las peticiones para participar en actos políticos del partido.Algunos habían llegado a una conciliación tan perfecta de la vida familiar y laboral que consideraban que los fines de semana debían abdicar de su condición y dedicarlos al descanso; otros, sólo se dignaban a acudir a las convocatorias si el lugar era atractivo. A menos de dos meses de las municipales y autonómicas, el Gobierno se había vuelto ingobernable y Zapatero dio un puñetazo en la mesa. Todos irían sin rechistar a donde se les indicase.

Entre los más díscolos se encontraban el ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, y la ministra de Vivienda, María Antonia Trujillo. La huelga de brazos caídos de los fines de semana era sólo el exponente de una deficiente coordinación del Ejecutivo, una función de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega.

La situación era kafkiana. Con todo el PP centrando el debate en la política antiterrorista y la negociación con ETA, los miembros de un Gobierno paralizado se quedaban en casa para ver a Acebes por la tele, por propia iniciativa o porque la agenda que elaboran Fernández de la Vega y ese genio de la comunicación que habita en Moncloa y que se llama Moraleda les excluía. Esto último es lo que solía ocurrirle al ministro de Trabajo, Jesús Caldera. En resumidas cuentas, mientras los socialistas trataban de librarse del corsé de ETA y vender como grandes logros la ley de dependencia, la creación de empleo, la subida de pensiones y el salario mínimo, el responsable de estos avances estaba desaparecido en combate.

En aquella dinámica había influido la propia consideración que del Gobierno tenía Zapatero, para quien el consejo de ministros debía considerarse un simple órgano de gestión. La mayoría de los que se sentaban junto a él los viernes en Moncloa no dejaban de ser altos funcionarios y técnicos. Zapatero había renunciado a dos cosas: a que los ministros hicieran política y a tener a su diestra a alguien que pudiera ser considerado su número dos, una figura que tampoco existe en el partido desde que él lo dirige.

Los pobres resultados de las elecciones municipales y autonómicas representaron el punto de inflexión definitivo. Posiblemente, Zapatero decidió hacer la crisis, que no ejecutó de inmediato para evitar que fuera interpretada como una reacción ante una derrota que el PSOE negaba.

La nueva estrategia se puso en práctica en el debate sobre el estado de la nación. Agresivo como pocas veces se le había visto, Zapatero terminó vapuleando a Rajoy e imponiendo el discurso que le convenía: economía, avances sociales, derechos civiles y un baby-cheque recién horneado. El siguiente paso, ahora ya sí, era anunciar el cambio de Gobierno.

Los relevos han sido, en cierto modo, los esperados. La columna vertebral del Gabinete permanece inalterada, en torno a Solbes, Rubalcaba y Caldera, al que se ha recuperado para la causa con el encargo de redactar el programa electoral. Salen los huelguistas Trujillo y Sevilla –que podría ser desterrado a Valencia para reflotar a la organización regional de su naufragio–, y se despide con alivio a Carmen Calvo, que había concitado la animadversión del mundo de la cultura, que tanto apoyo dispensó al PSOE en 2004.

El fichaje del científico Bernat Soria como ministro de Sanidad anticipa la intención de Zapatero de hacer de la investigación uno de sus mensajes electorales de 2008. Otro volverá a ser la vivienda, donde ha colocado a Carme Chacón, por la que siente una predilección especial. La cuenta atrás para las generales de 2008 ha comenzado.

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