La soledad de los pequeños pueblos españoles

Pórtico de la iglesia de Castil de Carrias (Burgos), hundido y comido por la naturaleza.
Pórtico de la iglesia de Castil de Carrias (Burgos), hundido y comido por la naturaleza.
ANTONIO M. NIÑO
Pórtico de la iglesia de Castil de Carrias (Burgos), hundido y comido por la naturaleza.

El cuerpo aún estaba caliente. El puchero de la comida borbolloneaba. El último habitante de Castil de Carrias, Florentino González Sáez, murió solo, en el primer tramo de escaleras de la casa grande y desvencijada que había sido la taberna. Probablemente se sintió mal y trató de llegar al piso alto, donde dormía. Lo encontró un cazador. Hacía frío. Era enero de 1994.

Florentino tenía entonces 66 años, y llevaba 19 viviendo en la completa soledad de aquel cerro fantasmagórico, entre casas hundidas y callejas cegadas de maleza: cardos, ortigas, hiedra y gébenas.

"Luego supimos que Patillas tenía dinero en la cartilla, pero los últimos años vivió entre miseria. Creo que dormía en un jergón", cuenta hoy Fortu, 64 años, soltero, agricultor muy activo pese a que tiene una prótesis de cadera y el hígado trasplantado, y que ahora es el más frecuente visitante de estas soledades.

Castil de Carrias está en un páramo alto e inclemente del este de Burgos. El Diccionario Geográfico de Pascual Madoz, de 1846-1850, describe muy bien la entonces villa de 42 casas y 150 habitantes: "Con clima frío y expuesto a enfermedades del pecho", "el terreno es muy estéril, por culpa de los fríos", "una fuente, cuyas aguas son salitrosas...".

Trigo, avena, cebada, yeros. Cría de ovejas y de mulas. Robles, codornices. La vida no debió de ser nunca fácil en estos pagos. La emigración de los setenta vació casi por completo el pueblo. En 1983, en las segundas elecciones municipales de la democracia, Castil de Carrias era el municipio independiente más pequeño de toda España. Tenía un solo habitante: Florentino, más conocido como Patillas. Los reporteros de hoy, 32 años después, son los mismos que anduvieron por aquí en aquel 1983 remoto.

A Florentino lo acompañaban entonces su galga Culebra, un gallo altanero y cuatro humildes gallinas ponedoras. ¡Ah, y un transistor con el que el gallo competía denodadamente en intensidad de voz!

En aquellas largas horas con los reporteros, Florentino administró palabras y silencios, memorias y olvidos.

Florentino y su galga Culebra

"¿Aburrirme? ¡Qué va, hombre, qué va!"."¿La fiesta patronal? Ya no la recuerdo". "¿Novias? Dos. La Andrea y la Pepa. En Logroño creo que andan. Las dos, casadas"."¡Sácame una con la galga, tú!".

Florentino incluso administró su propia identidad. Les dijo a los reporteros que se llamaba Alberto Mata, y "Alberto" por aquí y por allá... hasta que los periodistas se enteraron de su nombre verdadero a la vuelta, en un pueblo cercano. El tal Alberto Mata era otro del pueblo fallecido años atrás.

Por aquel entonces, Castil no tenía agua corriente. Solo la salitrosa del Madoz, en un vallejo junto al pueblo. Valía para los animales, pero no para boca de las personas. "Yo lo cojo del cielo", contó Florentino.

La carretera y la luz eléctrica habían llegado en los años cincuenta, pero en los setenta, por líos de pueblos y de lindes, aún no había agua corriente, y esta carencia fue el último empujón para la emigración.

Se le añadió otro, un estímulo, una especie de efecto llamada desde la cercana Briviesca –unos 18 kilómetros al norte–, donde uno de Castil construía unas casas para labradores, listas para personas y para aperos, y se las ofreció a sus paisanos a buen precio. Fortu, Fortunato Vadillo Alonso, entonces 24 años, hoy 64, fue uno de los que dejó el pueblo por aquellas fechas y se instaló en las casas nuevas.

"Volví de la mili y se lo dije a mis padres, y luego ellos también se animaron y nos fuimos todos".

Allí sigue Fortu, en Briviesca, y desde allí viene a cultivar las tierras a Castil, unos tres cuartos de hora a paso de tractor.

"Somos una docena labrando, todos venimos de los pueblos de alrededor".

Entre esta docena –y hoy también anda por aquí–, Justo Ángel Alonso Agustín, 50 años ahora, 10 cuando se fue de Castil, también a las casas nuevas de Briviesca. Reparte Justo su tiempo entre un empleo en la fábrica de Siro y atender las tierras.

"Lo tengo fácil. En la fábrica estoy de turnos, una semana de mañana y una semana de tarde, y esto no da tanto que hacer".

Cebada y trigo, como siempre. Y cultivos nuevos. Girasol, "aunque poco, porque estraga mucho la tierra", comenta Fortu. Colza, "aquello tan amarillo". Guisantes.

Hay otras novedades, además de los cultivos. El Florentino de 1983 era un hombre derrotado, resignado a su suerte, desconfiado. Los Fortu y Justo de hoy son dos hombres indignados con lo que le está pasando a lo que queda de su Castil de Carrias. Cuando el pueblo se quedó completamente vacío, perdió su condición de municipio y se lo anexionó Belorado –unos 13 kilómetros al sur–, cuyo Ayuntamiento parece que apenas se ocupa de su nuevo barrio.

"Ni arreglan una mala calle, ni adecentan los caminos, ni ponen una farola ni nos dejan arrendar la caza y sacar algo para hacerlo nosotros... Pero eso sí, nos cobran la contribución hasta por las naves hundidas".

Fortu preside una Asociación de Amigos de Castil de Carrias que ejerce casi de oposición en la colonia despoblada respecto a la metrópoli Belorado. Con Fortu y con Justo recorren los reporteros el pueblo.

Fortu

"Aquí nunca hubo adobe. Todas las casas y los graneros son de piedra serrana o de piedra de yeso, más blanca".

Tejados hundidos, muros reventados, puertas desportilladas, postes de la luz sin cables. Callejas cegadas por la maleza, eras con cardos como árboles, casas abrazadas hasta ahogarlas por hiedras gigantescas. Y ni un perro, ni un gato, apenas pájaros.

"En esta plaza y estas eras rodaron hace tres años lo de Guernica –cuenta Fortu, por una serie de Euskal Telebista–. La llenaron de coches viejos y camionetas y sacos terreros como de trincheras. Hasta un caballo había. De resina, creo, como reventado por una bomba. ¡Parecía de verdad!".

En la casa de la taberna, donde murió Florentino, aún hay a la derecha del zaguán un par de botellas llenas de polvo sobre el modesto mostrador. Enfrente, los restos casi irreconocibles de la ermita. Un poco más abajo, un casón bastante bien conservado que fue el Ayuntamiento y la escuela. Y cerca, un pilón y un caño de agua, que llegó cuando ya no le servía a casi nadie porque todos, salvo Patillas, habían emigrado. Y a la izquierda, los restos de la iglesia.

Hace 32 años, cuando los reporteros pasaron por primera vez por aquí, la iglesia ya estaba muy deteriorada. Dentro, tirados, cabos de vela, estampas de santos, albas, estolas, cíngulos, roquetes. Al fondo, un retablo de algún valor del XVI. Un confesionario de buena madera a mano izquierda. Losas labradas en las tumbas del piso.

Hoy no queda nada. Ni las losas.

"Se lo llevaron casi todo los del Arzobispado –cuenta Fortu–. Otros que arramplaron aquí con lo que pudieron, como los de Belorado. Las losas labradas nos han dicho que están en la Cartuja de Miraflores...". "¡Vaya alicates!" –comenta Justo.

No hay tampoco campanas en la iglesia. El soportal a la puerta donde Florentino se sentaba a pasar el rato al sol del sur ya está invadido por la vegetación, como el cementerio adosado en la cara norte del templo.

La hiedra y los ciruelos silvestres se han comido también la fachada de la casa donde Florentino vivía en 1983, antes de mudarse a la taberna.

"¿Miedo? No, aquí no viene nadie" –decía Florentino en 1983.

Pero sí venían, sobre todo cuando se supo que el pueblo estaba casi vacío y abandonado, y más aún después, cuando Patillas murió. Turistas de la curiosidad, que entraban en las casas y cogían un recuerdo. Y también saqueadores casi profesionales, que se llevaban de todo. Recias puertas y ventanas, los cables del tendido eléctrico, muebles. Una mesa de nogal de la madre de Fortu. El gasoil de los tractores de los que labran aquí y los dejan en la nave.

"Un día de noviembre vine a sembrar y se me hizo tarde –cuenta Justo–. No se veía nada. Y cuando te encuentras así y una puerta golpea y resopla el viento, sí, te entra un tembleque".

Unos 3.000 pueblos vacíos y 1.197 municipios con menos de 100 habitantes

España, sobre todo en la mitad norte peninsular, es un territorio de muchísimos pequeños pueblos y muy pocas ciudades medianas y grandes.

El pasado 24 de mayo hubo elecciones en los 8.122 municipios españoles. El 48% de ellos no llega a los 500 habitantes. 1.197 tiene menos de 100. Son lugares llenos de carencias –ni colegio, ni médico, ni tien-da, muchas veces ni un bar– y de casas cerradas, solo habitadas el fin de semana o durante el verano. Y de inseguridad: los robos en las casas vacías o en las naves agropecuarias son tan frecuentes que muchas veces ni se denuncian.

La edad media de la población es tan alta que, salvo sorpresa de movi-miento migratorio de las ciudades al campo, muchos de esos 1.197 municipios minúsculos se quedarán vacíos en dos o tres décadas. Como los aproximadamente 3.000 despoblados que ya tenemos.

Valentín Ortega (dcha.), uno de los 4 habitantes de Jaramillo Quemado, y Luis Hernando

Jaramillo quemado. Mínimo pero con futuro

No todos los pequeños pueblos languidecen. Alguno revive. Jaramillo Quemado, en la Sierra de la Demanda (Burgos), es el segundo municipio más pequeño de España. Solo tiene cuatro habitantes: Valentín Ortega Arroyo –89 años–, sus hijos Valentín y_María del Pilar y su sobrino Miguel Ángel.

Pero el pueblo no da ninguna impresión de decadencia. Al contrario. Calles limpias, buenas casas de piedra, tiestos en las ventanas y parterres ante las fachadas, una bolera tradicional en buen uso, un pequeño parque de juegos infantiles frente a la iglesia, un potro de herrar restaurado... El secreto es que Jaramillo Quemado está entre semana casi vacío, pero se llena sábados y domingos de los que aquí tienen casa. El pueblo, además, está rodeado de un espectacular paisaje de prados y montes de robles y cuenta con un río de aguas frescas...

"Pero ya sin las truchas, los cangrejos y las ranas de antes" –puntualiza Valentín.

A la puerta de su casa y de la casa rural aneja que la familia tuvo abierta hasta hace poco, Valentín aplaude lo que ve bien ("Hemos mejorado mucho en los últimos seis años", dice sobre el alcalde, un joven que vive en Burgos, hijo de hijos del pueblo) y critica áspero lo que ve mal.

"Ahora hay menos pájaros. Ya ni se ven mochuelos, cárabos, águilas o randrajos".

El panadero viene dos veces por semana. La Guardia Civil a menudo, de ronda.

–¿Y el médico viene?

–¡Los cojones! ¡Ni médico ni enfermera ni nada de eso! Menos mal que dos veces por semana viene un taxi de la Junta por la zona y nos lleva al consultorio de Salas de los Infantes. Al que lo necesite, claro.

Valentín no parece que hoy lo necesite. Pasea, a buen paso, por todo el pueblo. Incluso a la parte alta, cuesta arriba... "¡Luisito!"

Luisito es Luis Hernando, nacido aquí, cura, ahora párroco de Pampliega. En otoño se jubila y vuelve a Jaramillo Quemado. Un habitante más. Ya serán cinco.

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