Siegfried Meir: de niño en Mauthausen a ‘rey de Ibiza’

Sigfried Meir con un grupo de españoles supervivientes al campo de Mauthausen. El segundo por la derecha, en la fila trasera, es Saturnino Navaz.
Sigfried Meir con un grupo de españoles supervivientes al campo de Mauthausen. El segundo por la derecha, en la fila trasera, es Saturnino Navaz.
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Sigfried Meir con un grupo de españoles supervivientes al campo de Mauthausen. El segundo por la derecha, en la fila trasera, es Saturnino Navaz.

Después de una vida entera huyendo de sus recuerdos, Siegfried Meir hizo caso del consejo de su compadre Georges Moustaki. Publicarían un libro que recogiera sus experiencias, que, a diferencia de su aspecto (muchos los tomaban por gemelos), no podían ser más dispares: Georges había pasado una infancia y adolescencia felices en Alejandría antes de triunfar como cantautor en Francia; Siegfried acabó siendo cantante, también en Francia, y mil cosas más después de pasar, siendo niño, por los campos de concentración de Auschwitz y Mauthausen.

Con ser dramática, aquella no fue apenas más que la segunda vida de Siegfried Meir, que había nacido en el seno de una familia judía de Fráncfort el 4 de mayo de 1934 y apenas recordaba nada de sus primeros años. Tras la liberación de Mauthausen, donde había quedado bajo custodia de los deportados españoles y particularmente de Saturnino Navazo, que llegaría a adoptarlo, comenzaba la parte más rocambolesca y exitosa de su existencia.

Precisamente por no permitirse airear los rincones más oscuros de su interior, Meir cargaba con una suerte un dolor crónico que incluso ahora, pese a sus 81 años y al apoyo de Pilar, su pareja de la última década, deja ver un hombre herido, de una vulnerabilidad conmovedora. “Quería olvidar a toda costa. Me sentía humillado, siempre estaba furioso, y lo que había pasado en los campos no era para mí un título de gloria, sino una especie de violación que no lograba entender y de la que no quería hablar. Solo quería pasar página y vivir”, recuerda aún con un temblor que no solo le afecta a la voz.

El número que lleva tatuado: 117.943

A sus hijas les decía que el número que lleva tatuado en el brazo, el 117943, era el de la Seguridad Social, como relata Carlos Hernández en Los últimos españoles de Mauthausen. Ahora, Siegfried ha sido capaz de recuperar de su ‘disco duro’ que quienes se lo hicieron le decían que le iba a quedar "muy bonito", y hasta es capaz de tomarse el asunto a broma jugando al Euromillón precisamente con esa combinación, lo que en caso de ganar el premio se le antojaría una buena revancha.

De los años de Fráncfort apenas quedaba nada en su memoria. Un velo había oscurecido fechas y vivencias hasta tal punto que tenía confundida incluso la fecha de su deportación antes de que la periodista Arancha Gorostola se dedicara a recomponer el puzle de su infancia para el libro Ma résilience, no traducido al castellano. El trabajo de investigación removió algunos de sus recuerdos, y Siegfried pudo verse por primera vez en una foto con su madre, una judía alemana llamada Jenny Bacharach. Gorostola encontró además a un primo de Meir que vive en Israel, nieto de una hermana de Jenny.

En su libro a dos voces, Hijo de la niebla, Siegfried sí recordó para Moustaki, que se encargaba de escribir cómo las leyes antisemitas ya vigentes en la Alemania de su niñez le impedían jugar en la calle con los demás chavales, la primera de sus muchas experiencias de incomprensión del mundo: él era rubio, tenía los ojos azules y, sin embargo, no era ario. A su ‘gemelo’ le habló también de su deportación con 8 años, junto a sus padres, a Auschwitz, donde los primeros meses transcurrieron en el barracón de mujeres donde su madre acabaría sucumbiendo al tifus. “Estaba tan acostumbrado a ver morir a la gente que ni siquiera lloré cuando ella falleció”, comenta.

Meir contó además que, antes de ser liberado Auschwitz, en enero del 45, fue trasladado en un tren ¡de vagones descubiertos! a Mauthausen. Ya fuera por el frío o por el hambre, llegó al nuevo campo inconsciente y alguien –no ha podido averiguar quién– cargó con él en brazos. Cuando vio que le iban a rapar el pelo montó un escándalo que a cualquier otro le habría costado la vida. Inexplicablemente, el comandante del campo, Georg Bachmayer, lo dejó ir, y encomendó su custodia a los reclusos españoles. "Como siempre, me salvó que era rubio y tenía ojos azules", y rememora que en Auschwitz el doctor Mengele, por la misma razón, le curó el tifus en lugar de usarlo para alguno de sus experimentos atroces. "Bachmayer quizá quiso también lavar su conciencia. Hasta la gente más sanguinaria siente la necesidad de sentirse buena en algún momento", reflexiona.

Moustaki, que había nacido un día antes que él, el 3 de mayo del 34, no supo solo de ‘hechos’, sino también de las emociones de Siegfried. Que albergaba odio hacia sus padres biológicos, quienes le aseguraban que Dios los protegía y él no acertaba a ver cómo; que sintió desprecio por su padre, Max, un judío rumano, cuando supo que había muerto a resultas de una mala caída; que aun entonces se le revolvía el estómago cuando escuchaba a alguien hablar en alemán (su lengua materna, que ha olvidado); y que siempre recordaría el momento en que Saturnino Navazo, un preso republicano español, lo tomó por los hombros, se lo llevó de la vista de Bachmayer y se hizo cargo de él a todos los efectos.

Liberación de Mauthausen

Saturnino Navazo, un preso republicano español como padre adoptivo

Han pasado 70 años y Siegfried se emociona cada vez que evoca aquel instante: "Nos miramos, él sonrió, me cogió por la espalda y nos fuimos. A partir de entonces íbamos a todas partes juntos; yo era como el perrito de Navazo, que por entonces trabajaba pelando patatas. Era futbolista y organizábamos partidos entre los internos".

Cuando las tropas estadounidenses entraron en Mauthausen el 5 de mayo de 1945, hace ahora 70 años, Siegfried convenció a Navazo para que lo dejara hacerse pasar por hijo suyo, y de ese modo –como Saturnino y Luis Navazo– salieron de tierras austriacas con destino a Francia. Se asentaron en Revel, localidad próxima a Toulouse, donde Navazo había acudido en busca de un hermano. A Siegfried no lo llamaban los estudios y pasaba el tiempo haciendo esculturas en madera ayudado por Saturnino, que se ganaba la vida como ebanista y para entonces ya se había casado con la mujer que acabaría dándole cuatro hijos.

El problema, cuenta Meir, es que la esposa de Navazo no estaba dispuesta a concederle a él el mismo cariño que a sus propios hijos, de modo que se sentía incómodo en casa. Un vendedor de calcetines polaco le dio la oportunidad de colocarse en un taller de confección de Toulouse y no se lo pensó dos veces.

Su única meta era entonces demostrar a Navazo que las molestias que se había tomado con él habían merecido la pena. Para entonces, lo había adoptado formalmente, puesto que el engaño improvisado que sirvió para salir del paso ante los estadounidenses no se sostenía sin papeles ante las autoridades francesas.

La tercera vida de Siegfried Meir transcurre en ese taller, en el que las compañeras, que ven lo bien que entona y lo buen mozo que es, lo animan a dedicarse a la canción. "Yo tenía mucho morro y me presenté ante el jefe de orquesta de un hotel. Me escuchó, me dijo que no lo hacía mal y me puso unas maracas en las manos para seguir mejor el ritmo", relata divertido. Empezó a cantar los fines de semana y descubrió que le encantaba que lo aplaudieran y ligar, para lo que tenía facilidad.

La siguiente estación si quería hacerse un hueco en la profesión –y hacer que Navazo se sintiera “orgulloso” de él–, era París. Allí trabaja de día como cortador en una fábrica textil y de noche recibe clases de teatro, entre otras razones para quitarse su marcado acento del Midi. Escuchar maravillado a Yves Montand en un recital y confirmar su vocación de cantante es todo uno. Se patea los cabarets de la Rive Gauche para realizar audiciones aunque sea a las dos de la mañana; al poco tiempo se encuentra con que tiene tres actuaciones por noche en diferentes locales.

Aparece en televisión, lo contratan sucesivamente los sellos discográficos Odeon, Vogue y RCA. No quiere temas facilones, así que canta a Boris Vian o Michel Legrand, pero le falta un hit para consagrarse como uno de los grandes de la chanson.

Parece que ese exitazo puede ser Los botones dorados, pero aunque la canción funciona bien, no colma sus expectativas ni las de la discográfica, que comienza a mostrarse más interesada en la incipiente música yé-yé de Sylvie Vartan o Jane Birkin. RCA se niega a grabar el disco que pretende Siegfried, y él, que no quiere “cantar tonterías” y admite no ser un luchador y desanimarse “cuando las cosas comienzan a declinar”, da por terminada con un portazo su vida de cantante –la cuarta–, que se ha prolongado 12 años.

Amante del arte africano, que ha conocido en sus viajes como artista por el continente negro, monta una galería en el Barrio Latino en la que vende máscaras, esculturas y bisutería a clientes a los que convida a un vaso de sangría. Le va bien, pero asiste con un punto de envidia a los triunfos de excolegas como Aznavour o su buen amigo Moustaki. La galería marcha, pero él no se siente bien, en parte porque "se aburre pronto de todo", y decide con un antiguo admirador probar fortuna en las Islas Baleares.

Traslado a las Islas Baleares

Corre el año 1967 cuando da comienzo la quinta vida de Siegfried Meir. La pareja emprende viaje al sur en una furgoneta Caravelle, luego en un avión de hélice y por último en un barquito que los deja en la Fonda Pepe de Formentera. De allí pasan a Ibiza, donde el sol incidiendo sobre el castillo de la isla le produce a Siegfried “un flechazo” irresistible.

Compran por 500.000 pesetas una mercería en la que instalan una galería como la de París, con su sangría para los clientes y una gran trastienda que le sugiere a Siegfried la posibilidad de montar un restaurante de tipo francés, una crêperie. Se trae a un barman de la capital francesa para su local sin manteles, en el que no se cambian ni los cubiertos y hay un guitarrista en la cabecera de la mesa, pero que enloquece a los primeros hippies adinerados que recalan en Ibiza: San Telmo fue el primer restaurante extranjero de la isla y funcionó tan bien que pronto le ofrecieron a Meir hacerse cargo del local de un club de golf.

Mientras su socio y antiguo fan regresa a París, nuestro hombre llega a regentar cinco restaurantes y amasar un buen capital. Una clienta que piensa ausentarse por un tiempo le propone encargarse de su tienda de ropa de mujer. A Siegfried le parece que el género es demasiado clásico y comienza a vender ropa informal que confecciona, aprovechando lo aprendido en el taller de Toulouse, a base de telas en crudo que tinta del blanco que caracterizará a la pujante moda adlib.

Las prendas concebidas para ser usadas un verano y desechadas a continuación resultaron más duraderas y cotizadas de lo previsto, hasta el punto de que grandes almacenes españoles y firmas extranjeras comienzan a reclamarlas. La reina Sofía y la duquesa de Alba se cuentan entre sus clientas. Para ‘inspirarse’, Meir para algunas veces a las chicas en la calle –sigue teniendo mucho morro– y les copia sus vestidos.

Rey de Ibiza

En los años 80, Siegfried empieza a ser conocido como ‘el rey de Ibiza’, pues a todas sus actividades suma la restauración de casas payesas y la puesta en marcha de un gimnasio y discotecas, una de ellas la futura sala Amnesia.

Todo parece marchar viento en popa, pero a la tendencia de Siegfried a cansarse de las cosas se agregan otros problemas. Por ejemplo, que su socio se ha vuelto a instalar para entonces en Ibiza y ha comenzado a beber en exceso, en tanto que él tiene fama de "persona seria, que no se droga y se concentra en los negocios".

Lo determinante, sin embargo, ocurre en 1986 y es la muerte de Navazo, su padre adoptivo. De repente se abre un vacío en su interior: "Todo lo hacía porque se lo debía a él, para que estuviera orgulloso de mí y sintiera que había merecido la pena el esfuerzo. Ahora ya no tenía a quién demostrar nada". Siegfried se deja ir, casi no le importa arruinarse y deja a su socio la mayor parte de sus propiedades.

No tiene empacho en referirse a la "leyenda" según la cual fue el póker el responsable de su ruina. "Por supuesto que me gustaba jugar, era la manera en la que gastaba el dinero puesto que no tenía otros vicios", asegura, antes de concluir orgulloso: "Me arruiné, es verdad, pero pude pagar a todos los acreedores aunque me quedara sin la preciosa casa que tenía entonces. Ahora subsisto con una pensión del Gobierno alemán".

En su penúltima vida, Meir reaparece ya en el siglo XXI como escultor de madera reutilizada, igual que en sus inicios en las tierras de Revel. Casado ya con Pilar, su cuarta esposa y "la mejor" – "No lo digo porque esté delante", se ríe–, retomó la disciplina para distraerse y para decorar su casa hasta que se transformó en Bacharach (el apellido de su madre), artista con una técnica inusual tomada de los aborígenes australianos: sus piezas están decoradas con pequeños puntos que en aquella tradición simbolizan las almas de los antepasados que murieron en un gran genocidio. Inevitable reparar en el paralelismo con su propia vivencia.

En sus años de París le hubiera gustado triunfar en el cine, para que Navazo lo viera. Además de estudiar teatro, era, y es todavía, muy guapo, lo que le permitía albergar esperanzas de hacerse un hueco en la pantalla grande, pero había algo que producía desconcierto: su mirada que hablaba de una tristeza y una madurez impropios de un joven de apenas 18 años. Siegfried ha confesado alguna vez que únicamente le queda por cumplir un sueño antes de morir, actuar en una película, o si acaso, producirla.

A sus 81 años prepara su quinta exposición de escultura, que se abrirá en julio. Su séptima vida es placentera y se siente "en paz", quizá porque se haya "intoxicado del sol" de Ibiza, dice entre risas. Pilar apunta que se debe a que es bastante "egocéntrico". Siegfried Meir acepta que le agrada que "se hable" de él, "le gusta existir" a pesar de lo que le pasó en su niñez y, ahora que se lo pregunto, se cuestiona si ese rasgo suyo no le habrá salvado la vida. "Tendré que preguntárselo a un psiquiatra alguna vez", bromea antes de despedirnos.

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