Palabras sobre el Muro

Alemanes asomándose desde el lado oeste de un primigenio Muro de Berlín
Alemanes asomándose desde el lado oeste de un primigenio Muro de Berlín
Werner Kreusch / GTRES
Alemanes asomándose desde el lado oeste de un primigenio Muro de Berlín

En la caprichosa marea de la multitud, Dorothea Hoffmann, de 50 años, perdió a su hijo Benjamín, de 8. Era imposible resistir los empujones, la vibrante fluctuación de las decenas de miles de personas afiebradas de alegría, y a la madre le arrancaron al niño de la mano sin violencia, con un tirón que parecía una consecuencia natural de la fiesta. La siguiente vez que lo vio, tras 15 minutos que le parecieron horas, el crío sacudía el brazo y gritaba: "¡Mamá, aquí!". Estaba encaramado en el Muro de Berlín, que acababa de caer. Era jueves. Los calendarios marcaban el 9 de noviembre de 1989, la temperatura estaba bajando y llegaría a los 4 grados durante la noche. A nadie le importaba que lloviera levemente sobre la ciudad al fin sin barreras.

El domingo 13 de agosto de 1961, 10.315 días antes, a Ingrid Taegner casi se le paró el corazón al asomarse a la ventana de casa, un apartamento modesto en el primer piso de un edificio entre los barrios de Kreutzberg y Treptow. En la calle, soldados del Nationale Volksarmee (Ejército Popular Nacional), con armas de asalto y uniformados de turbio gris piedra –el mismo color, la historia tiene guiños disparatados, de los militares nazis–, empezaban a tender alambre de espino y construir una valla. Estaba brotando el Muro.

Aunque las autoridades de la República Democrática de Alemania (RDA) habían prometido que nunca dividirían físicamente la ciudad, Ingrid supo lo que estaba pasando. "Cuando vi a los soldados, tuve miedo porque estaba ocurriendo lo peor: levantaban un muro ante mi casa", recuerda la mujer, nacida en 1936 en una saga de cuatro generaciones de berlineses. Con mucho sigilo apartó los visillos de la ventana e hizo algunas fotos. "Estaba furiosa, porque aquello significaba la separación de mi familia. Mi padre, mis tíos y mi abuela vivían en Berlín Occidental. Mi madre y yo, en el Oriental", dice ahora mientras muestra con orgullo aquellas imágenes no por desenfocadas menos valientes.

25 años de su caída

El Muro de Berlín, de cuya caída se cumplen 25 años, fue la prueba de que el Telón de Acero también era palpable. Tras la II Guerra Mundial, los aliados habían dividido la antigua capital del nazismo, que fue destruida en un 85% por los bombardeos, en cuatro sectores: tres occidentales (británico, francés y estadounidense) y el oriental, de la URSS. La nación se desdobló en la República Federal de Alemania (RFA) y la soviética RDA, donde las condiciones eran peores que en la pletórica parte occidental, que recibía generosas inyecciones económicas.Stalin consideró "intolerable" que 3,5 millones de ciudadanos abandonaran la ‘utopía comunista’ tras el final de la guerra y prometió la construcción de "no cualquier frontera, sino una peligrosa". La supuesta necesidad de protegerse de la "todavía nazificada" RFA fue la excusa ideológica para la tapia limítrofe, presentada como un antifaschistischer schutzwall (muro de protección antifascista).

"Estaba muy enfadado. Eran nuestra ciudad, nuestros amigos..., perderlos resultaba muy duro. Me sentía preparado para luchar dentro de mis posibilidades", dice Jurgen Kirschning, que en 1961 tenía 30 años. Era un wessi (coloquialmente, occidental, frente a los ossis, orientales) y casi todos sus amigos se habían quedado del otro lado. "Como forma personal de protesta, decidí pasar a Berlín Oriental todas las veces que pudiera y visitarlos". Para los wessis era obligatorio solicitar con semanas de antelación un permiso especial de la RDA para atravesar alguno de los seis checkpoints (controles): "Te miraban con cara de sospecha cuando decías que querías ver a amigos. Se suponía que no tenías por qué tener amigos allí". Para los ossis era casi imposible cruzar a la parte occidental, sobre todo si estaban en edad de trabajar. Los jubilados tenían más fácil conseguir un permiso, ya que al fin y al cabo eran una carga para el Estado socialista.

Quien visitara a Ingrid en su casa al lado del Muro debía acatar antes la retención del pasaporte y un registro minucioso. "Era terrible vivir allí. Me provocaba angustia la presencia de perros y patrullas. Teníamos un miedo constante de que algo grave pasase en la frontera. No podía soportar la presión". Tal vez lo único bueno del siniestro emplazamiento era ver a su padre a diario. El hombre la saludaba desde el lado occidental y ella podía enseñarle al nieto desde la ventana.

Profesora de Matemáticas y Física, Ingrid criticó ante sus alumnos la construcción que llegó a medir 3,6 metros de alto y se extendía a lo largo de 160 kilómetros. La represalia fue inmediata: la despidieron del trabajo y su marido fue encarcelado durante seis meses, acusado de "trabajar contra el Estado". Cuando ella fue a pedir explicaciones a la Stasi, la temible policía política comunista, registraron su casa y, como supo más tarde, a partir de entonces le intervinieron el teléfono y el correo.

Disparaban contra quien intentaba escapar

Entre 100 y 200 personas –no hay acuerdo entre los historiadores– murieron intentando escapar. El régimen de la RDA no se andaba con contemplaciones y ordenaba a los vopos (contracción de Volkspolizei, Policía del Pueblo) "disparar a matar (...) aunque haya mujeres y niños de por medio, una táctica que los traidores usan a menudo". Las balas no eran el único peligro: hubo quienes se ahogaron al intentar cruzar el gélido río Spree, utilizado en algunos tramos como un refuerzo natural del Muro; otros saltaron desde edificios limítrofes con la frontera y murieron al impactar contra el suelo...

"Ellos sabían que estaban jugando con su vida y arriesgándola». Exmilitante del Partido Socialista Unificado de Alemania, el único autorizado en la RDA, Irma Gideon no tiene ningún reparo en justificar la "necesidad" de amurallarse para "evitar la fuga de jóvenes cualificados", ni en definirse como "ciudadana leal" de la república soviética. De 81 años y una fogosidad gestual contenida, frau Gideon fuma cigarrillos alemanes marca Juno y viste un elegante traje chaqueta asalmonado. Trabajaba como jefa de la agencia oficial de viajes de la Administración y mantiene que el régimen era correcto en el fondo: "Si algo no funcionaba te preguntabas quién había sido el idiota: era culpa de un individuo, no del sistema".

Pero incluso a esta dama de hierro socialista le afectaron el Muro y las dos Alemanias. Su hermano vivía en Berlín Oeste y mantenían correspondencia hasta que el régimen interrumpió el carteo porque ella tenía un puesto de demasiada responsabilidad y la relación no convenía. Además, la Stasi ofreció al hermano trabajar como espía desde la RFA, él se negó y los Gideon no volvieron a comunicarse. "Entendí la decisión. Era el precio a pagar", dice la mujer con altiva resignación.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Un 'Muro por la paz'

Los padres de Paulo San Martín encontraron en la RDA el refugio que los salvó de una muerte segura y atroz. Eran chilenos y militantes de la extrema izquierda cuando Pinochet y los suyos empezaron en 1973 la matanza indiscriminada de ‘subversivos’. La pareja y el crío (7 años) lograron escapar y exiliarse, y tras una temporada en Rostok, se establecieron en Berlín. "Sabía que había dos Alemanias, pero no que había un Muro. La primera vez que lo vi me pareció muy limpio, muy artificial. En el colegio me explicaron que era para defendernos de los fascistas y capitalistas, un ‘Muro por la paz’".

Aunque tenía conciencia de ser "un huésped con privilegios" y tuvo una "infancia feliz" en la zona soviética, Paulo entendió gradualmente que la RDA era "una cárcel de oro" y que el amparo tenía un precio. Tras volver a Chile en 1985 con la intención de estudiar, se encontró con que era "demasiado alemán" para el país natal y regresó a la patria de acogida. "Me llamaron de la Stasi, supuestamente para saber de mi experiencia en Chile. Me interrogaron dos días. Primero viene uno simpático y te pregunta muy amable por todo y después te dice que un compañero suyo lo va a anotar y te piden que lo repitas de nuevo. Así, sin almorzar, con una taza de café malísimo, sin poder fumar..., 14 horas seguidas".

Por el más famoso de los puntos de cruce, el checkpoint Charlie, pasaba a diario dos veces Carmen Medina (1962), que vivía en Berlín Occidental pero trabajaba en la primera Embajada de España en la RDA. La hoy jefa de la Oficina Comercial Diplomática en Alemania se sentía "expectante" semanas antes de la caída. Sabía que la Perestroika conducía al inevitable colapso del bloque comunista, y también que en la RDA se estaba produciendo una revolución ciudadana pacífica –que ha pasado a la historia como Die Wende, el Cambio– demandando una apertura democrática, con manifestaciones masivas todos los lunes en Alexanderplatz y la consigna de Wir wollen raus! (¡Queremos salir!). "Me lo podía imaginar. Algo gordo estaba pasando. Los vopos ya no eran tan quisquillosos en el control y me dejaban cruzar sin revisar la documentación. El 9 de noviembre pasamos de la euforia al miedo con facilidad. Fue un momento raro. Los policías eran meros observadores, no se atrevían ni a participar ni a reprimir".

El día después

Cuando las fronteras quedaron formalmente abiertas, entre la jubilosa multitud concentrada en la Puerta de Brandenburgo estaban los alumnos adolescentes de Goldenstedt, un pequeño pueblo de la Baja Sajonia, en la RFA. Su tutor en el instituto había tenido un presentimiento racional de que los tiempos estaban cambiando, de que había llegado el día D. Fletó un autobús para llevar a los chicos a Berlín y que vieran "la historia en marcha". Era Willibald Meyer. Su hija Melanie, que tenía 13 años, se arrepiente ahora de no haberse unido a la expedición.

"Hubo cosas bonitas, pero también situaciones tristes: personas del Este vagando por el Oeste, totalmente superadas por la densidad del tráfico, la cantidad de productos en los escaparates, las luces... La prensa mundial estaba allí y competía por la mejor foto. Los alumnos de mi padre vieron a periodistas occidentales poniendo plátanos en las manos de alemanes del Este y pagándoles para que abrazaran a desconocidos", dice Melanie recordando los testimonios alucinados de aquellos chavales.

El entonces niño Daniel Brühl, iba a la escuela en Colonia (RFA), tenía 11 años y, como tantos otros, utilizaba con sus amigos la referencia jocosa a los plátanos, una fruta desconocida por los ossis. Solo tras protagonizar Goodbye Lenin (Wolfgang Becker, 2003) entendió del todo el precio emocional de la reunificación alemana, culminada menos de un año después del fin del Muro. "No fue un proceso simbiótico en el que dos pueblos diferentes se acercan y se acostumbran el uno al otro: el Oeste invadió al Este", opina el actor. Irma Gideon va más allá y califica el proceso de "colonización" de la RFA sobre la RDA: "Eso fue la caída del Muro, han ocurrido muchas injusticias".

Jesse Zemsch (14 años en 1989), también ossi, comprobó en su familia los efectos no siempre positivos de la reunificación. Cuando sus tíos occidentales la visitaban traían maravillosos regalos: a veces un paquete de chicles bastaba. Tras el final del aislamiento, los wessis empezaron a distanciarse al comprobar que ya no podían presumir de tener una casa en la playa y dos coches. "Las relaciones familiares cambiaron porque ellos querían ser glorificados y en sus regalos había una altanería que me dejaba un regusto amargo. Cuando mis padres mejoraron económicamente, mis tíos se dieron cuenta de que no podían seguir ganando".

Consecuencias de la reunificación

Una prueba de lo que muchos alemanes interpretan como paternalismo de la RFA fue el obsequio de bienvenida de 100 marcos occidentales que el Gobierno dio a cada ciudadano del Este. Equivalían a 500 marcos orientales –el salario mensual de un capitán de la aviación de la RDA era de 1.800– y gastaron aquella paga en artículos variopintos. Paulo San Martín pudo al fin comprar el gran tomo de Picasso con el que siempre había soñado, algunos de sus amigos optaron por invertir todo el dinero en exóticas latas de Coca-Cola. Jesse Zemsch se topó con una decepción con carga de metáfora: compró la crema de belleza por la que suspiraba y el producto le provocó una reacción alérgica.

Paulo también fue víctima de otra de las consecuencias de un régimen fundado sobre la vigilancia mutua y la delación a cambio de favores. Cuando en 1992 fueron declarados públicos los archivos de la Stasi –33 millones de documentos escritos por 91.000 empleados a tiempo completo, 180.000 informadores habituales y hasta dos millones de chivatos ocasionales–, encontró a muchos conocidos entre los colaboradores de la policía secreta. "De algunos suponía que habían sido topos, porque preguntaban demasiado. Pero otros... Entre los topos importantes había amigos e ídolos, gente que hacía arte clandestino o escribía textos contra el socialismo, hasta novias... Fue muy doloroso".

¿Sigue abierta la brecha entre las dos Alemanias tras 25 años de la caída, que el Gobierno alemán celebrará con un concierto sinfónico dirigido por Daniel Barenboim en la Puerta de Brandenburgo y la instalación de una hilera de globos luminosos en el recorrido de lo que Occidente llamaba el Muro de la Vergüenza? Durante los años de la Guerra Fría se acuñó la expresión Mauer im Kopf (Muro en la Cabeza) para definir el síndrome cultural que diferenciaba a los dos países y que todavía no ha cicatrizado. Las zonas del Este sufren casi el doble de desempleo que las del Oeste (10% frente a 6%) y en las primeras, como apunta Brühl, "aparecen fenómenos como el neonazismo" como producto de la desesperanza de la juventud. Una encuesta de 2009 señalaba que el 10% de los alemanes aún eran  infelices con la reunificación –la situación ha mejorado: cinco años antes, el 25% de los habitantes del Oeste y el 12% de los orientales deseaban la construcción de un nuevo Muro–. En Rusia, el país que impulsó la separación física de los alemanes, la opinión pública es un disparate: el 58% no saben quién levantó el Muro y el 10% sostienen que los constructores fueron los vecinos de Berlín.

Berlín Este, ciudad sin ley

La caída del Muro convirtió a Berlín en un espacio de creatividad. La moribunda RDA dejó atrás muchos edificios abandonados y durante el inicio de los años 90 el vacío de poder permitía saltar una tapia o dar una patada a una puerta y tener una vivienda o un local. Clubes y galerías de arte aparecieron casi de la noche a la mañana. El libro Berlin Wonderland: Wild Years Revisited, 1990–1996 (Berlín Tierra de las Maravillas: visita a los años salvajes, 1990-1996. Editorial Gestalten), que da lugar estos días a una exposición, es una crónica fotográfica del boom de las subculturas berlinesas, especialmente en el céntrico Mitte. "Tuvimos el privilegio de vivir sin pagar alquiler y con muy poco dinero en una ciudad sin ley a la que llegaban personas creativas de todo el mundo. Fueron años salvajes, sí, pero también sin el confort de nuestras vidas anteriores. Todo era muy duro y muy básico", dicen los coordinadores del libro, Anke Fessel (43 años) y Chris Keller (48). La libertad se desvaneció cuando los okupas fueron desalojados y la especulación se hizo con el mando.

<p>Imagen del libro <em>Berlín Wonderland </em>(Ed. Gestalten 2014)</p>

Testigos de la historia

Un cuarto de siglo después de la caída del Muro de Berlín, la historia oral contada por alemanes de a pie nos sirve para reescribir la tragedia, las sombras, la memoria...

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Paulo San Martín (48 años, artista): “Mi padre se había establecido en Londres y yo iba a visitarlo. Cuando regresaba a la RDA traía discos de los Clash, los Specials, los Sex Pistols... Traía muchos y los mezclaba con otros de Violeta Parra, Víctor Jara... Ponía los de punk detrasito porque los policías del aeropuerto solo miraban los primeros y sabían que yo era chileno. Me vestía formal y cruzaba con una sonrisa en la cara. Hacía negocios vendiendo los discos punk, ganaba mucho dinero”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Dorothea Hoffmann (65 años, fisioterapeuta): “Vivía con mi madre en Berlín Oriental. En 1965 nos permitieron salir para reunirnos con mi padre, que estaba en el Oeste. Yo tenía 16 años y tuve que dejar atrás a mi primer novio. Crucé la frontera llorando mientras él me decía adiós desde la RDA y mi padre me esperaba en la RFA. Eran lágrimas de tristeza mezcladas con lágrimas de alegría. Mi novio se casó con otra mujer, pero vino a visitarme tras la caída del Muro... Una montaña rusa de emociones”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Karlsten Haüsler (54 años, excapitán de Aviación): “Cuando cayó el Muro estaba destinado en un cuartel en las afueras de Berlín y pilotaba cazas fabricados en la URSS, el interceptor MiG-21 y el bombardero Su-22. Aquel día vimos las noticias por la televisión y no podía creerlo. Tenía una tía y primos en Berlín Oeste a los que no había visto nunca y al fin los conocí. ¿La reunificación? El nivel de democracia es bajo, no hay tanta como dicen, ni tampoco tanta libertad. Vivimos dándonos codazos”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Irma Gideon (81 años, exfuncionaria): “El 9 de noviembre de 1989 fue para mí un día cualquiera. Me fui a casa después del trabajo, no me gustan las masas y podía ver hacia dónde iban las cosas, así que no fue una jornada emotiva especialmente. No acepté los 100 marcos de bienvenida de la RFA. A mí no me compran, y no quería regalos porque tengo mi orgullo. Me parece deprimente cómo han colonizado a la RDA. Voto a Die Linke [La Izquierda, tercer partido más votado], pero lo hago como castigo”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Hans-Joachim Weber (72 años, exdiplomático): “El Ministerio de Exteriores de la RFA me envió a nuestra Embajada en Praga, donde desde 1988 habían empezado a refugiarse ciudadanos huidos de la RDA. En el verano del año siguiente llegaron a ser 4.000, y yo tenía que encargarme de la intendencia: organizar las comidas, las tiendas de campaña, las literas... Supe que el Muro caería el 5 de noviembre, cuando el Gobierno checo garantizó que los refugiados podían salir y gozaban de libertad de movimiento”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Jesse Zemsch (39 años, diseñadora de interiores): “De niña vivía muy cerca de Berlín. Iba un colegio que llamaban ‘la escuela de la Stasi’ porque muchos hijos de altos cargos estudiaban allí y vivían en un complejo gubernamental cercano, en el que residía el presidente de la RDA, Erich Honecker. Una compañera me invitó a su cumpleaños y mis padres tuvieron que entregar los pasaportes un mes antes. Cuando llegamos, unos guardias con ametralladoras cacheaban a todos los niños invitados a la fiesta”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Ingrid Taegner (78 años, profesora de Matemáticas): “El 9 de noviembre de 1989, en cuanto me enteré de que el Muro estaba abierto, bajé a la calle. La multitud te empujaba, no había nada que hacer, solo dejarse ir... La emoción era tanta que aquella noche no pude pegar ojo. Estaba como en trance, pero también muy nerviosa. Pensaba que al fin vería a mis familiares en el Oeste, pero estaba convencida de que al día siguiente tendría que ir a pedir una visa para poder cruzar la frontera”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Jurgen Kirschning (83 años, ingeniero eléctrico): “Cuando cayó el Muro vivíamos en Dusseldorf. Mi esposa encendió fuegos artificiales en el balcón. Viajamos a Berlín al día siguiente con nuestros cuatro hijos. Fuimos a la Puerta de Brandenburgo y subimos a mi nieto de 2 años al Muro. Entre diciembre y enero recibimos en casa a unos 20 amigos de Berlín Este que llegaban en sus Lada. Contabilicé 85 pernoctaciones”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Melanie Meyer (38 años, abogada): “En mi infancia, la Guerra Fría era muy real, y para mí Alemania era la zona cero de la posible III Guerra Mundial. Durante años rezaba cada noche para que las bombas atómicas y los misiles no fuesen lanzados y mis hermanos mayores no tuviesen que ir a la guerra. En el colegio leíamos un par de libros muy explícitos sobre las consecuencias de las explosiones. Uno de ellos narraba cómo todas las ciudades de más de 50.000 habitantes eran atacadas”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Daniel Brühl (36 años, actor): «Con Goodbye Lenin me enamoré de Berlín. La última semana de rodaje preparé las maletas para quedarme. Yo era casi el único actor de la RFA y me decían: ‘A ver si tú, chiquillo del Oeste, puedes hacer ver que eres del Este’. Estaba muy nervioso. La unificación se hizo demasiado deprisa, con dos sistemas tan diferentes y poco tiempo. Los políticos prometieron a la gente de la RDA que iba a estar en la gloria e impusieron el capitalismo a gente que habían vivido 40 años con otro modelo. Aquellas promesas eran mentira y las consecuencias las seguimos sufriendo ahora. Hubo demasiada arrogancia de la RFA. Es verdad que muchas cosas en la RDA no eran legítimas, pero en otras, como la educación, nos superaban. Me siento como un invasor, porque debimos ser más inteligentes y abiertos”.

<p>Carmen Medina</p>

Carmen Medina (51 años, funcionaria de la Embajada de España): “Los alemanes de la RDA tenían una idea falsa de la RFA: pensaban que iban a vivir como en las series americanas, que les darían todo hecho. La integración ha sido pésima porque en Alemania Occidental temían mucho el adoctrinamiento del que pudieran ser víctimas los de la Oriental. Las homologaciones de profesionales de altísimo nivel como profesores y médicos han sido injustas: cuando los contratan, si lo hacen, les pagan la mitad”.

<p>Caída del Muro de Berlín</p>

Gabriel Berger (70 años, físico nuclear e informático): “Soy hijo de un judío polaco que fue comunista toda la vida. Escapó a Francia por el nazismo y vivió en la clandestinidad. Murió en 1985 creyendo que el comunismo era el mejor de los sistemas. Yo no pensaba igual: estuve un año en la cárcel en 1966 por motivos políticos, por criticar al régimen de la RDA. Me liberaron en un intercambio de prisioneros con la RFA. En la cárcel tuve un sueño premonitorio: cientos de miles de personas derribaban el Muro y lo cruzaban. Era muy simple: sencillamente empujaban a la vez. En 1989 me reencontré con mi hermana mayor, pero ella ni siquiera quería pisar el Oeste”.

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