Las 19 horas. Suenan las campanas de San Leandro, entra la comitiva. Somos pocos, la mayoría familiares y algún vecino del barrio. Me impresiona compartir la capilla con las monjas agustinas sin una reja de por medio. Sobrecoge la celosía, el retablo, el silencio del claustro... Y la procesión de oficiantes tras las novias.
Hoy, Sor Carolina de Fátima y Sor Delfina de la Trinidad son las protagonistas. Sus rostros irradian felicidad. Yo lamento que los suyos no estén con ellas, pero no se les nota. Las dos son de Kenia, tienen 25 años y llevan seis en Sevilla soñando con este día.
Comienza la ceremonia de profesión de votos (pobreza, obediencia y castidad): «¿Queréis consagraros a Dios para toda la vida?», les pregunta el cardenal Amigo. «Sí, quiero», responden las hermanas.
Adiós al mundo
Misa cantada, bella y llena de ritos. Uno es la imposición del velo. Otro, la entrega de la alianza como esposas de Dios y, el más esperado, la postración.
«Simboliza la muerte de estas mujeres para el mundo. Por eso les echamos flores, como a los muertos. Al levantarse, lo hacen a una vida nueva con Dios», me explica Sor Natividad, la maestra de novicias del convento sevillano.
Mientras están muertas (tumbadas), diez minutos, los oficiantes les dan la espalda mirando al altar, mientras una voz, rítmica, canta la letanía de los santos: San Ignacio, San Martín, Santa Teresa... ¡Qué de mártires! Estremece su interminable lista.
La magia crece con la ofrenda. Sor Carolina y Sor Delfina, arropadas por las novicias, bailan una danza cantada en suahili, su lengua. Se atan a la cintura el kanga, traje típico de las mujeres de su tierra. ¡Qué voces y qué ritmo! Ya está. La abadesa, Sor M.ª de las Virtudes, cierra el acto: «Os recibo como hijas».
Las novias entran al convento. Ya sólo saldrán al médico y en caso de muerte de un familiar.
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