Ana Martín: La princesa Paula

  • Ana Martín Fernández. 43 años. Trabajaba en el gabinete jurídico de la Asociación de la Prensa. A la semana siguiente se iba de viaje a la playa con su marido y su hija. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Esto se podía haber evitado. Estábamos amenazados y nadie hizo nada”, Mari Carmen, su hermana.
Ana y su hija, Paula, pocos meses después de nacer la niña.
Ana y su hija, Paula, pocos meses después de nacer la niña.
20minutos.es
Ana y su hija, Paula, pocos meses después de nacer la niña.

Paula tiene cuatro años y, por derecho de edad, es toda una princesa. Así aparece en la foto: con diadema y los dientes al aire, una y otros deslumbrantes. La muerte no tiene aparcamiento en esta cabecita, repleta con las múltiples formas de dos únicos verbos: reír y jugar.

Paula sabe que su madre no está, pero espera que regrese en cualquier momento porque la palabra siempre es completamente absurda para un niño. Sin embargo, a veces Paula tiene miedo.

–Tú no me vas a dejar, ¿verdad? –preguntó ayer a una de sus primas.

El 11-M, los padres de Paula, Ana Martín Fernández (43 años) y Juan José González (43), dejaron a su niña en el colegio público de Santa Eugenia. Todos los días iban juntos los tres. Después, el matrimonio tomó direcciones opuestas: él montó en la furgoneta colectiva que lo lleva a Torrejón de Ardoz, donde está empleado como jardinero municipal, y Ana subió en el Cercanías que la dejaba en Nuevos Ministerios, al lado de su trabajo en la secretaría jurídica de la Asociación de la Prensa.

Tras casarse, hace quince años, habían vivido en Vicálvaro, pero compraron el piso en Santa Eugenia precisamente por eso, para estar cerca del tren y evitar que Ana perdiese tanto tiempo en llegar a Madrid. En el último viaje de su vida, Ana recordó que debía telefonear a su madre, María (84), que está bastante delicada de salud y la noche anterior había sufrido un cólico.

La muerte de Ana ha roto tres hogares: el suyo, el de María y el de la mayor de sus tres hermanas, Mari Carmen (50), que fue la encargada de identificar el cadáver después de dos días de pesadilla en la gran morgue del Ifema (“nunca olvidaré el olor a pólvora y ver las fiambreras de las víctimas con la comida que llevaban para aquel día”). En su casa de Arganda de Rey, Mari Carmen guarda en fundas plastificadas todos los recortes de prensa para que Paula, cuando lo necesite, sepa cómo fue su madre: 155 centímetros de tesón y unos ojos siempre muy abiertos.

–Era muy luchadora y nada se le ponía delante. Sacaba ratitos para todo: para su casa, para su hija, para el trabajo y para atender a nuestra madre enferma –dice la hermana.

Hace unos año, Mari Carmen tuvo un accidente y se partió una pierna. En ese mismo instante, a Ana, que estaba estudiando en casa, se le posó una sombra en la frente y supo que algo había pasado.

–¿Por qué no habré tenido yo una corazonada igual el 11 de marzo? –se pregunta ahora, desesperada, queriendo hacer milagros imposibles.

Desde niña, Ana había optado por escuchar antes que hablar y así seguía: colocando la acción antes que las palabras. Era incansable y le encantaba superarse: primero, secretariado; luego, inglés. A nadie le sorprendió que, ya casada, se matriculase a distancia en Sicología Clínica y sacase la carrera. En febrero se había colegiado porque tenía en mente abrir su propio gabinete.

Había otras prioridades, claro. La primera, Paula. Su madre, firme defensora de la escuela pública, se desesperaba con la ceguera administrativa: en la escuela de la niña, que es celíaca y no puede comer nada que contenga gluten, no le preparaban un menú especial. Hace unos días, el problema quedó resuelto, pero Ana no está aquí para verlo.

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