David Vilela: Cuando el abuelo Evaristo habló otra vez

  • David Vilela Fernández. 22 años. Tocaba el acordeón y la guitarra. No bebía ni fumaba. Planeaba hacer un tramo del Camino de Santiago este verano. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Me gusta oler su ropa. Cuando entro en su cuarto siento como si le tuviese frente a mí”, Vicenta, su madre.
David durante sus últimas vacaciones de verano, en Murcia, en 2003.
David durante sus últimas vacaciones de verano, en Murcia, en 2003.
20minutos
David durante sus últimas vacaciones de verano, en Murcia, en 2003.

Cuando las televisiones comenzaron a emitir desde la mañana madrileña transfigurada en matadero, el abuelo paterno, Evaristo (84 años), asombró al personal de la residencia geriatrica en la que está internado desde que, hace año y medio, sufrió un infarto cerebral.

Las secuelas fueron una hemiplejia y las cuerdas vocales paralizadas, pero el 11-M, ante la exhibición de atrocidades que emergía de la pantalla, la voz de Evaristo regresó y se hizo grito:

–¡Cabrones! Mi niño, mi niño...

David Vilela Fernández (22) era el único miembro de la familia que trataba al abuelo con la misma naturalidad de siempre. El nieto insistía en que Evaristo, pese a la apariencia ensimismada que le dejó la enfermedad, se enteraba de todo. Por eso seguía hablando con él, contándole sus pequeñas y grandes cosas diarias. Entre ellas, por ejemplo, el horario de los trenes que cada mañana le llevaban al trabajo, en el departamento de reprografía de la Biblioteca Nacional.

Al ver los vagones dislocados en los noticiarios de urgencia, el anciano no tuvo ni una duda y, con la voz que supuestamente no tenía, exclamó:

–¡Cabrones! Mi niño, mi niño...

La muerte encontró a David vestido de gala. Esa mañana se había arreglado con especial cuidado para la entrevista de trabajo a la que estaba citado al mediodía: la chaqueta de cuero nueva que había comprado, porque era un chico ahorrador, en las rebajas, y la camisa de marca que le había regalado su novia Beatriz.

Como sucede con la buena gente, nada de eso era necesario: llevase encima lo que llevase y por mucho que gastase agua de colonia o se mirase al espejo para darle un aprobado a su buena estampa, David parecía lo que era, una persona feliz y mansa. Cuidadoso y austero hasta el extremo de que sus juguetes de niñez –un futbolín, un pinball, un trenecillo de pilas– todavía están nuevos, quizá porque los escondía bajo la cama cuando venían de visita sus revoltosas primas, David estaba muy unido a sus padres, José Luis (53) y Vicenta (45), que en mayo cumplen un cuarto de siglo de matrimonio.

En febrero, aprovechando el cumpleaños del padre, les había regalado una cámara de vídeo para que grabasen el circuito por Italia que tenían previsto para celebrar las bodas de plata. A José Luis, empleado del Ayuntamiento de Alcalá de Henares, le había traído también de la hemeroteca una colección de las diez primeras planas de otros tantos periódicos del día de su nacimiento, en 1951.

–Me cogió por sorpresa ese regalo, me hizo mucha ilusión saber qué pasó en el mundo cuando nací. Así era David, tenía un punto muy especial, dice el padre, alcarreño de Yebra y residente en la cabecera comarcal del Henares desde hace tres décadas.

Vicenta recuerda las muchas ataduras que la unían al primogénito (la pareja tiene otra hija, Noelia, de 16): los flanes que preparaba especialmente para él, porque a nadie más gustaban en la casa; los sábados de compras, porque David no compraba ni un par de calcetines sin la opinión de ella; la llamada que le hizo el miércoles 10, un día antes del infierno en la tierra, cuando quiso que oyese el barullo del estadio Bernabeu durante el partido entre el Real Madrid y el Bayern de Munich...

Pero tal vez el espacio vacío de más amplitud esté tras los ojos del abuelo Evaristo, a quien fueron a visitar cuando David ya estaba enterrado sin decirle nada sobre la muerte de su único nieto. Durante el encuentro, la mirada del anciano no quiso posarse en ninguno de los presentes, sino el hueco vacío que debería ocupar David.

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