Miguel Reyes: Los bizcochos del tío Miguel

  • Miguel Reyes Mateos. 37 años. Funcionario de Emigración y Extranjería. Un hombre casero y tranquilo que era feliz con su familia. Murió en el tren que explotó en El Pozo las 7:41 del 11-M.
  • “Seguiré hablando de mi hijo como si estuviera con nosotros. No quiero arrinconarlo”, María Antonia, su madre.
Miguel y su sobrina, Almudena, soplan las velas en el último cumpleaños del primero, en mayo de 2001.
Miguel y su sobrina, Almudena, soplan las velas en el último cumpleaños del primero, en mayo de 2001.
20minutos
Miguel y su sobrina, Almudena, soplan las velas en el último cumpleaños del primero, en mayo de 2001.

Con la sonrisa pícara y desdentada de las niñas sin incisivos de leche, Almudena está pintando un antifaz de carnaval con perfil de mariposa. Uno no sabe qué decir ante ella porque nada justifica ensombrecer el juego infinito de la vida a los siete años.

–¿A qué jugabas con tu tío?

–Al parchís y al tres en raya.

–¿Quién ganaba?

–Casi siempre yo.

La niña contesta con asombro por la idiotez de la pregunta, sin dejar de aletear por el salón mientras tanto. Sus abuelos, Emilio (61) y María Antonia (59), no lo tienen tan fácil para responder: buscan palabras, una tarea bastante más difícil que pintar sin salirse de los bordes.

La tromba del 11-M se llevó por delante a su hijo, Miguel Reyes Mateos (37), el padrino de bautismo, tío favorito y rival de parchís de la campeona Almudena. Era uno de esos hijos de largo recorrido que no desean salir de la órbita familiar. Cuando hace unos meses decidió independizarse, porque tenía edad y posibilidades, eligió vivienda muy cerca de la casa paterna, en una urbanización tranquila y de cierto nivel de Alcalá de Henares. Pero eran muchos los vínculos que lo devolvían al regazo del clan.

–Disfrutaba de la vida. Nos quería, adoraba a sus hermanos y sobrinas. Yo siempre le decía que era el soltero de oro, dice la madre.

El retrato de Miguel que podrían pintar las manos chiquitas de Almudena es éste: un hombre alto, de pelo corto pero insurrecto, músculos a tono por la gimnasia diaria y, sobre todo –los niños saben quedarse con lo que realmente importa–, con alma de pastelero. Nadie mejor que él para preparar bizcochos y arroz con leche en la comida inexcusable de cada domingo en la casa paterna con los cuatro hermanos, tres hijos y una hija, y las nueras.

–Era el único que sabía poner bien el lavavajillas. Le encantaba ayudarme en la cocina. Era el primero, ¿verdad Almudena?, pregunta María Antonia.

–Y preparaba el café, dice la niña pintora, siempre exacta. En la cocina, esa suerte de confesionario donde sustituyen el incenso por el olor a cuna de las sopas, Miguel y la madre enumeraban confidencias, se contaban uno a la otra sus cosas. Las de él eran como su ánimo, serenas: había empezado a salir con una chica hacía medio año, quería regalarle a su padre una bicicleta estática, necesitaba que María Antonia le acompañase a comprar un jersey, estaba orgulloso de sus catorce años como funcionario del departamento de Extranjería y Emigración del Ministerio de Trabajo...

–Llegaba siempre una hora antes a la oficina y se iba una hora después que los demás. Estaba a gusto, era feliz. Miguel era el segundo de dos gemelos. Las cosas se atravesaron y su hermano murió dos días después del parto. Cuando el asunto sale a relucir en la conversación, Almudena deja de dibujar y abre mucho los ojos.

–¿El tío Miguel tenía un hermano?, pregunta.

–Sí, cariño, se llamaba Fernando, dice Emilio. Y la niña sigue aplicando a su antifaz el color de primavera de los rotuladores. Tal vez piense que divertido sería ganarle al parchís a dos tíos a la vez.

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