Esteban Martín Benito: La mujer sin voz

  • Esteban Martín Benito. 40 años, instalador y programador de centrales telefónicas. Su hija mayor, Vera, hará la primera comunión el 22 de mayo, día de la boda del Príncipe Murió en el tren que explotó en Atocha las 7:39 del 11-M
  • “Algunos vecinos no sabían su nombre, pero todos le conocían por "el que siempre va con sus hijas”, Nieves Ortega, su mujer.
Esteban Martín.
Esteban Martín.
20minutos
Esteban Martín.

Nieves Ortega (40 años) se ha quedado sin voz. Más que afonía, lo suyo es casi silencio. De su laringe sale un susurro apenas audible, como si hubiese gritado durante semanas enteras.

Pero la causa no es un catarro, ni tampoco el llanto de estos días. La voz se la quitó alguien cuando murió su marido. Nieves sospecha que se la quitó ella misma para no tener que reñir con las palabras. Cuatro días después del 11-M, cuando en las estaciones del Corredor del Henares quedó “restablecido el servicio”, como decían pese a que todos sabíamos que algunas cosas nunca pueden restablecerse, Nieves se fue a Atocha sin avisar a nadie.

Caminó por el andén, alucinada de que todo estuviese “más limpio que antes”. Confiaba en poder encontrar las gafas de su marido, Esteban Martín Benito (39), en algún lugar de las vías. Incluso, por un momento, pensó que él también estaría allí, esperándola con la paciencia de los tímidos. Y Esteban lo era a carta cabal: cuando empezaron a salir juntos, hace más de veinte años, en el parque de los Bomberos de Usera, él le pidió permiso para cogerla de la mano.

–Tonto, eso no se pide. Eso se hace y punto. Nieves tiene carácter y cierta picardía (“mala leche”, resume ella, concluyente).

Los forenses no le dejaron ver el cuerpo del marido, pero en el tanatorio hizo valer sus derechos y, contra todos los consejos, consiguió que abriesen la tapa del féretro. –Necesitaba saber si el señor que estaba en el ataúd era Esteban. Sólo vi la cara. Tenía manchas negras pequeñitas en la piel y el pómulo algo levantado. Le faltaban las gafas, por eso fui a Atocha, quería encontrarlas.

Esteban era un tipo manso, una de esas personas admirables que ha descubierto el secreto: la vida es lo que es. Le gustaban las cosas grandes de tan simples: tomarse unas cañas en el chiringuito de Santa Pola, fumar a escondidas en el cuarto de baño (“era fácil pillarlo, tiraba dos veces de la cadena”, dice su mujer), ejercer su ascendencia sobre los objetos mecánicos estropeados, que siempre arreglaba y, sobre todo, estar con sus dos hijas.

El jueves negro, Nieves estaba soñolienta. Habían trasnochado por culpa de “Crónicas marcianas” y no se despertaron a la vez, como acostumbraban: ella para levantar a las crías y él para irse a trabajar a Madrid. Antes de salir de casa, Esteban le dio un beso a Nieves, que seguía en la cama. Ella recuerda textualmente las últimas palabras: “Venga, ‘cuerpo’, quédate un poco más en cama, que yo tengo que irme”. Unos minutos después, la explosión removió los cimientos de este piso de Santa Eugenia, ese barrio del que nadie sabía antes del 11-M. A esas alturas, Esteban ya estaba muerto, en Atocha.

En la cama de matrimonio duermen desde entonces la tres juntas, Nieves y las niñas. Tienen “miedo y mucho frío”. La pequeña, Adriana (4), no pronunció hasta una semana después la palabra “papá”. La mayor, Vera (9), oyó hablar de los atentados en el colegio. Hasta entonces, en los primeros días, le habían dicho que el tren había tenido un accidente y ella, conociendo lo espabilado que era su padre con las máquinas, preguntó:

–¿Por qué papá no tiró del freno para parar el tren?

El sentido común de Nieves, que trabaja desde hace 22 años en el mismo bufete de abogados, también está, como tantas cosas, hecho trizas. Sólo sabe que no tiene voz, que el remedio tiene nombre de hombre y que esa fórmula magistral no la venden en ninguna farmacia.

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