Alicia Cano: La cocina del silencio

  • Alicia Cano Martínez. 63 años. Cobraba una pequeña pensión de viudedad y trabajaba como limpiadora. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Nos pegaba dos gritos y a continuación se reía a carcajadas”, Gema, su hija.
Alicia Cano, una luchadora.
Alicia Cano, una luchadora.
20minutos
Alicia Cano, una luchadora.

Tres mujeres preparan la comida: raspan zanahorias, cortan pimientos, atienden el puchero, condimentan, van de aquí para allá con la precisión de las veteranas. Nada fuera de lo común a las dos de la tarde, cuando el hambre comienza a manifestarse.

Pero la escena tiene un algo estrafalario que no percibes a primera vista. Es como si las cocineras estuviesen atormentadas por una torpe somnolencia y, ni siquiera en un lugar tan dado al jaleo como la cocina, fuesen capaces de hablar. Aquí, en este piso de dimensiones humildes donde el crac crac de los cuchillos ocupa ahora el primer plano, vivía Alicia Cano Martínez (63 años).

Las calladas cocineras son familiares y amigas. Alicia tiene muchas de las primeras –los Cano fueron siete hermanos– y aún más de las segundas. Frente a la cocina, en un cuarto de dos por dos metros, está Gema (24), la menor de los cuatro hijos. Es morena y todavía lleva puesto un pijama de franela. En unos minutos llegan dos de sus tres hermanos, Ángel (32) y Carlos (30): brazos compactos y camisetas de barrio, de un solo color, negra y verde, respectivamente, sin estampados ni lemas cool.

Alicia los crío así, de una pieza. Alicia era una de esas mujeres de mármol merecedoras de un día nacional. Nacida en Cieza, en la vega murciana del Segura, quedó huérfana a los siete años. Desde entonces conjugó en todas las formas posibles el verbo luchar. De niña, recogió esparto para que los barcos tuviesen maromas. De adolescente, sirvió en casas acaudaladas de Madrid.

Encontró el amor en Ignacio y se casaron, pero él enfermó de gravedad y su mujer enviudó a los 37 años. Algunas historias deberían ser ilegales.

Una luchadora, dice Gema.

–Siempre estuvo con los más débiles, añade Carlos.

–Aunque no tuviese nada, lo daba todo, concluye Ángel.

Sacó adelante ella sola a los cuatro hijos –Juan Ignacio (35) no está ahora en casa– y, cuando había llegado el momento de pensar en disfrutar como disfrutan los honestos, haciendo realidad deseos de escala humana –ir con más frecuencia al cine, darse el placer de viajar a Galicia o estar bien guapa en la boda, dentro de un mes, de un primo–, Alicia subió en uno de los trenes del 11-M.

Iba camino de la urbanización donde seguía trabajando, sacando brillo a los suelos de tarima y las puertas de cristal biselado de otros. Antes de salir de casa, como cada día, preparó los vasos de zumo de naranja para los hijos y, con su pantalón, su gabardina y su bolso negro, hizo a pie el corto trecho hasta el apeadero, la última estación antes de Atocha. En este caso, el callejero es preciso: avenida Entrevías.

Frente al piso pasan los trenes y los ladrillos de los bloques de viviendas todavía tienen ese tono polvoriento de la ciudad de provincias que fue Madrid hasta no hace tanto. Honor de provincias, de eso se trata. A Gema, con quien seguía compartiendo dormitorio, Alicia la sacaba de cama para que fuese a votar. “Después de cuarenta años puteados, tienes que votar. No es un derecho, es un deber”, explicaba la madre.

En una estantería de la casa hay una colección de libros con títulos que parecen de mentira. Uno de ellos se llama “El sueño y los sueños”. ¿Qué puede saber alguien sobre los sueños? Las mujeres silenciosas de la cocina, por ejemplo, saben que no tienen nada que hacer por ese camino.

Ni en sueños superarán las croquetas de jamón y pollo que preparaba Alicia.

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