Una comunidad nazi descendiente de los que provocaron la II Guerra Mundial, viven en la cara oculta de la Luna esperando el día en el que proseguirán con la misión de sus antecesores: la conquista de la Tierra. Esta es la estimulante, y lunática, premisa inicial de Iron Sky, dirigida por el finlandés Timo Vuorensola y que se ha proyectado este fin de semana en Sitges.

Aunque una de sus principales singularidades reside en el mismo sistema de producción de la película.  De su ajustado presupuesto de 7,5 millones de euros, una parte se consiguió mediante crowdfounding, es decir, con las contribuciones particulares de fans y cualquiera que deseara realizar una aportación económica, a cambio de figurar en los títulos de crédito finales o recibir algún regalo de merchandising. De este modo se lograron reunir 750.000 euros. El resto lo aportaron productoras privadas finlandesas, alemanas y australianas.

No es fácil que una propuesta tan alocada e inicialmente destinada a un sector del público, en apariencia, más friki o reducido triunfe. Ya lo han dicho en más de una ocasión muchos artistas, la comedia es el género más difícil que existe.

No soy particularmente amante de este tipo de propuesta de humor disparatado, más bien con apariencia de astracanada. Pero, por mi parte, apúntenme en el grupo de los que han disfrutado con Iron Sky, y muchísimo más de lo esperado. Su tono de humor descacharrante es toda una sorpresa, más allá de los homenajes y referencias cinéfilos o de la simple parodia, se erige como una fabulosa sátira política.

Curiosamente, más que poner su dedo en la llaga contra el nazismo —y que, evidentemente, lo hace—, su blanco principal se centra en el gobierno de los Estados Unidos y especialmente en su política internacional. Incluso se ríe del famoso slogan de Obama “Yes, We Can”.  Unas muestras, en Iron Sky el presidente es una presidenta, y con un más que razonable parecido a la conservadora Sarah Palin —interpretada por la actriz Stephanie Paul—. Y el hecho que sea una mujer no cambia un ápice la visión de la política beligerante, superficial y egocentrista del gobierno más poderoso de occidente.

A ello le sumamos que el otro personaje secundario con cierto relieve dentro de la trama sea otra mujer, y no por ejemplo una ministra sino secretaria la asesora de imagen de la presidenta (Peta Sergeant), contribuyendo a reforzar esa idea de la banalidad y egoísmo de los máximos mandatarios, más preocupados por ganar unas elecciones que por resolver los verdaderos problemas de sus ciudadanos.

Efectivamente, abundan las referencias a Star Wars, Star Trek o el estilo retrofuturista de Sky Captain y el mundo del mañana, entre otras; pero estamos más próximos a ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú de Kubrick, pasado por el tamiz, en clave finlandesa, del humor absurdo y corrosivo de los Monty Phyton o de las parodias más inspiradas de Jim Abrahams y los hermanos David y Jerry Zucker.

Y lo hace aprovechando al máximo sus escuetos 80 y pocos minutos, repletos de divertidísimas ocurrencias, incluso batallas galácticas, y en el que protagonismo recae en unos estupendos Christopher Kirby, interpretando a un astronauta negro reconvertido en albino por sus captores nazis; el ambicioso aspirante a führer encarnado por Götz Otto y sobre todo una inocente y rubia profesora nazi a cargo de la actriz alemana Julia Dietze.

Memorable además el uso que se hace en la película de la obra maestra El gran dictador, de Chaplin, y llevándonos a unas imágenes finales que seguro harían igualmente las delicias de Kubrick. ¿Una comedia de culto a la altura de Top Secret? El tiempo dará o quitará razones.