Esfir Shub, la cineasta al final de las artes

Nos detenemos en el debut de Esfir Shub, directora-montadora pionera, y analizamos su papel en el intento de la vanguardia soviética por refundar el arte.
Esfir Shub, la cineasta al final de las artes
Esfir Shub, la cineasta al final de las artes
Esfir Shub, la cineasta al final de las artes

El hombre de la cámara.

La mujer de la mesa de montaje.

En realidad el título de la obra maestra de Dziga Vertov, El hombre de la cámara (1929), no tiene ese marcador de género que le ha otorgado la traducción a otras lenguas. En el ruso original lo que tenemos es Человек с киноаппаратом, La persona de la cámara. Pero la demarcación hombre-mujer procede porque, en efecto, las divisiones laborales de género se reflejaban también en la industria del cine y si había una profesión en la que se contaban aún menos mujeres que en la dirección esa era la camarografía. Las personas de la cámara eran hombres. En cambio, desde un principio el oficio del montaje estuvo bastante feminizado.

El papel de las mujeres del cine en el nuevo mundo comunista no difería mucho del que tenían en el viejo mundo capitalista. Como señala Alla Gadassik, actrices aparte, ellas estaban relegadas en su mayoría a trabajos tediosos, repetitivos. Tareas subalternas que no implicaban desafíos técnicos o creativos importantes y que, por descontado, estaban mal remuneradas y reconocidas. En los departamentos de montaje la mayoría tenía estatus de auxiliar. Se centraban en los aspectos manuales del trabajo con moviola; en el cortado, mantenimiento y clasificación del metraje. El mejor resumen de esta figura es precisamente el que hizo Dziga Vertov en El hombre de la cámara al pasar en una secuencia, por corte directo, de un plano de costureras a uno de montadoras (con la intención de equiparar a los trabajadores de las artes con el resto de trabajadores en aquel mundo industrial que retrataba).

El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929)

Había excepciones a la regla de ese perfil femenino. Sin ir más lejos, en el mismo año que centra estas líneas, 1927, Olga Preobrazhenskaya codirigió junto a Ivan Pravov el largometraje de alto voltaje dramático y marcada impronta feminista Mujeres de Riazán. Pero no me interesa tanto listar nombres de mujeres que llegaron a dirigir como subrayar el de dos —Elizaveta Svilova y Esfir Shub— que consiguieron singularizarse partiendo de esa discreta posición tras la mesa de montaje.

De hecho, Shub es una firme candidata a mujer más importante del cine mudo soviético y en su debut, La caída de la dinastía Romanov (1927), se entrecruzaron los debates más apasionados del arte soviético. Fue una artista capaz de usar sus constricciones para superarlas, redimensionando no solo su papel como mujer del cine sino las posibilidades del montaje como disciplina.

A pesar de ser un nombre imprescindible, no consta en muchas historias generales del cine. A veces no aparece en breves historias del cine ruso e incluso, y esto ya es sangrante, a veces tampoco lo hace en los escasos y mucho más específicos escritos sobre factografía, corriente constructivista en torno a la que orbitó (por ejemplo, en nuestro país el libro de Víctor del Río, Factografía, la obvia).

ELIZAVETA SVILOVA, LA RETAGUARDIA DEL CINE SOVIÉTICO

Elizaveta Svilova en El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929)

Svilova y Shub fueron más allá del nivel de las costureras de imágenes —a las que Shub se refería como монтажницы, montazhnitsy; sin otorgar ninguna connotación negativa pero evitando ser incluida ella en esa categoría— aunque lo hicieron mediante recorridos distintos. Svilova nació en una humilde familia de trabajadores del ferrocarril de Moscú. Empezó a trabajar a los 12 años como aprendiz en un laboratorio cinematográfico. Entre 1914 y 1918 lo hizo para las filiales moscovitas de Pathé y otros estudios internacionales. Después de la revolución pasó a formar parte del Narkompros (equivalente al Ministerio de Cultura) con el objetivo de nacionalizar la industria cinematográfica y, en 1922, se incorporó al taller de montaje de Goskino, institución estatal que centralizó los primeros esfuerzos cinematográficos de la NEP (Nueva Política Económica).

Al poco de empezar a trabajar para el Estado conoció a su futuro marido, Dziga Vertov (Denis Kaufman). El director de origen polaco rodaba noticiarios, breves piezas docu-propagandísticas similares al NO-DO, para que nos entendamos, pero buscaba a un montador o montadora que asumiera el reto de explorar sus intuiciones sobre los límites de la representación cinematográfica. Ninguna de las montazhnitsy se prestaba a tan exigente empresa. Solo cuando conoció a Svilova aquel proyecto llamado Kino Glaz (Cine-Ojo) empezó a tomar forma. A partir de ese momento, y hasta el final de sus días, la montadora se convirtió en su más cercana colaboradora y confidente. Mantuvieron un intensísimo trabajo conjunto que culminó con ella como editora de El hombre de la cámara, o lo que es lo mismo, como la responsable de llevar a término uno de los montajes más ambiciosos de la historia del cine.

Es difícil saber hasta qué punto el talento de Svilova fue potenciado o ensombrecido por el de su marido. El propio Dziga Vertov se quejaba de la falta de reconocimiento de su mujer, a la que reprochaba su humildad y aclamaba como la mejor montadora de la URSS. Cuesta aclarar la distribución de pesos creativos en el kino-matrimonio pero los créditos de Svilova como asistente de dirección y las fotos existentes de ella en localizaciones de rodaje dejan claro que, lejos de ser una mera ensambladora de planos, fue una pieza fundamental en la materialización de aquel sistema artístico.

Cuando Dziga Vertov cayó en desgracia por el cambio de política cultural en los años treinta, ella pasó a ser el principal sustento de la casa. Entre 1939 y 1953 mantuvo un exigente ritmo de trabajo del que dan fe sus créditos como montadora o montadora-directora de más de cien noticiarios y documentales. El fin de la Segunda Guerra Mundial marcó el otro punto álgido de su carrera: como documentalista de guerra, alejada de los códigos que compartió con su marido durante los años veinte, recibió el Premio Stalin por su documental sobre la caída de Berlín (1945) y dirigió hitos como la primera película hecha sobre Auschwitz (1945) o la primera gran producción sobre los Juicios de Núremberg (1947).

A la muerte de él, ella se retiró, quedando como el oráculo de la modernidad vertoviana al que recurrieron el crítico Georges Sadoul o Peter Kubelka y el Museo del Cine de Viena cuando quisieron preservar y divulgar la obra del experimentador soviético. En suma, Svilova fue una mujer que, mano a mano con su marido, llevó hasta el límite el oficio que asumió siendo niña. Una virtuosa del corta-pega visual que ha quedado como uno de los nombres propios de la historia del montaje.

LA JOVEN SHUB EN EL JOVEN MUNDO COMUNISTA

Aparición de Esfir Shub en la secuencia deportiva de El hombre de la cámara

El de Esfir Shub también es el nombre de una montadora que rompió moldes pero, en su caso, está vinculado a películas enteramente suyas.

Proveniente de un estrato social distinto al de Svilova, Shub nació en una acomodada familia de farmacéuticos polacos que le permitió cultivar las inquietudes culturales que la llevarían a estudiar literatura en Moscú. En la capital quedó fascinada por las veladas literarias, las obras teatrales, los conciertos y, en particular, por las vanguardias. Colaboró en la revista Vestnik Teatr y frecuentó los círculos de Andréi Bely y Vladímir Mayakovski, a través de los que acabó ejerciendo de secretaria personal del maestro escénico Vsévolod Meyerhold (empleada por el Narkompros). En 1922, al igual que Svilova, se incorporó al taller de montaje Goskino.

No obstante, para entender su trayectoria profesional hay que entender la trayectoria del mundo en ese momento.

Desde 1917 —cuando Shub contaba 23 años— los bolcheviques estaban llevando a cabo el primer experimento de comunismo a gran escala. Algo sin precedentes y que definiría buena parte de las grandes dinámicas globales del siglo XX. Era una empresa histórica y buscaban un relato a la altura pero, a pesar del talento que demostrarían algunos pioneros del cine soviético, no se disponía ni de lejos de la capacidad material de industrias como la alemana o la estadounidense. En 1926 era imposible que desde Moscú siquiera se plantearan una monstruosidad como, por ejemplo, Intolerancia (D. W. Griffith), que Hollywood había levantado diez años antes. Aquel contraste entre unas ilimitadas ambiciones creativas y unos limitados recursos materiales fue uno de los rasgos diferenciales del primer cine de la URSS.

La destrucción del país, al hilo de la revolución y la subsiguiente guerra civil, fue tal que en los tres años que van de 1918 a 1920 las organizaciones soviéticas solo produjeron 92 películas, de las cuales 63 fueron cortometrajes o mediometrajes de agitación. Ninguno de los 143 cines de Moscú anteriores a la guerra seguía operando en otoño de 1921. Muchos de los responsables de la industria se habían marchado de la ciudad e incluso del país. Sin embargo, a partir de 1921, cerrada la etapa del comunismo de guerra que siguió a la revolución, se instauró la NEP y con ella se legalizó el capitalismo a pequeña y mediana escala en la Unión Soviética. El Estado conservó el monopolio del comercio exterior y controló la industria pesada pero, por lo demás, la economía pasó a funcionar con mercados. En ese mismo año las potencias enfrentadas a la URSS levantaron el bloqueo al que la habían sometido y solo entonces los bolcheviques pudieron adoptar estrategias significativas para revitalizar su industria cinematográfica.

Los primeros intentos de conseguir inversiones extranjeras para el cine durante la NEP apenas prosperaron. La única aportación importante llegó de la Ayuda Internacional de los Trabajadores, organización alemana vinculada a la Internacional Comunista que suministró el 80% del total del soporte película disponible en los años 22 y 23 en la URSS. Gracias a esa inyección de bobinas pudo hacerse un largometraje como Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (Lev Kuleschov, 1924), que marcó el inicio de la etapa de cine que nos interesa.

Recalco la carestía porque marcó el carácter del cine mudo soviético. Obligó a rodar con los escasos rollos de película disponibles, lo que dio lugar a un estilo de montaje rápido, picado (una tendencia al impacto visual, dicho sea de paso, muy de las vanguardias; Abel Gance montaba así en una Francia sin esos problemas presupuestarios). Román Gubern decía que si una producción estándar de Hollywood tenía alrededor de 300 planos, una soviética que hiciera uso de este nuevo estilo de montaje rondaba los 3.300. Esas cifras son demasiado redondas y definitivamente infladas —si tenemos en cuenta que, según recoge Adelheid Heftberger, Vlada Petric contó 1775 planos en El hombre de la cámara— pero sirven para entender la aceleración de inspiración futurista del cine soviético. En el montaje de Svilova podemos encontrar ejemplos de ese ritmo vertiginoso. Por otro lado, la falta de celuloide llevó al reusado de películas ya rodadas, remontándolas. Como veremos, Shub fue el mayor exponente de ese extremo.

El mundo moderno tomando forma ante los ojos (y las manos) de Svilova en el final de El hombre de la cámara

En esos primeros compases de la NEP, con el cine soviético aún por despegar, se desarrolló un mercado copado por producciones extranjeras. Las compañías de Europa y Estados Unidos estaban deseosas de entrar en la URSS y dar una segunda vida a muchos títulos ya amortizados en el resto del mundo. Una iniciativa que convino a ambas partes, ya que en la tributación de ese cine foráneo el gobierno comunista encontró un filón económico.

Esas eran, a muy grandes rasgos, las coordenadas de las que surgió Shub como directora. Su bagaje intelectual y su experiencia organizativa como secretaria le facilitaron ascender en poco tiempo a la jefatura de la sección de montaje de Goskino, puesto desde el que se encargó de la reedición de muchos de aquellos títulos extranjeros. Entre 1922 y 1925 Shub metió tijeras a unas doscientas películas. Su función fue la de remontar las historias para que se ajustaran a la corrección política soviética, es decir, fue una censora. Esto le permitió afilar su talento para el ajuste y el reajuste. En los remontajes pudo editar sin tener a un director encima (algo tan raro entonces como hoy) y vislumbró una fórmula para la invisibilidad autoral que sería su rasgo más interesante como directora. Al poco montó también sus primeras películas de ficción de producción soviética: Las alas de un siervo (Yuri Tarich, 1926) y Prostituta (Oleg Frelikh, 1927).

LA CAÍDA DE LA DINASTÍA ROMANOV

Escenas de la Primera Guerra Mundial y despojos del zarismo en La caída de la dinastía Romanov

En agosto de 1926 Sovkino (organización continuadora de Goskino) encargó a Shub una película conmemorativa del aniversario de la revolución de 1917. Un proyecto que ella había de materializar en estrecha colaboración con el Museo de la Revolución. Como sostiene Anastasia Kostina, para Shub, que había pasado cuatro intensos años tras la mesa de montaje, esta fue la oportunidad esperada para asumir la categoría de directora y mostrar las posibilidades del cine de no-ficción.

A pesar de sus cualidades universalizables, cualquier relato sobre la Revolución rusa no deja de ser, en lo concreto, un relato sobre la Primera Guerra Mundial. Consciente de ello, Shub desplegó su fresco en tres partes: la primera es una descripción del triángulo opresor que conformaban la Corona, la Iglesia y el Estado autócrata de Nicolás II. La segunda da cuenta de la sangría de la Gran Guerra y de la situación límite del imperio ruso en 1917. La tercera narra la revolución, la abdicación del zar y el ascenso de los bolcheviques bajo el mando de Lenin.

Como veremos, la retórica de los grupos constructivistas buscaba alejar al artista de clichés románticos y del tono de vidas de santos heredado de Vasari. En su lugar, los creadores habían de ser pensados como ingenieros, como ensambladores sociales. La propia Shub se concebía a sí misma de esa manera y no otorgaba al montaje un rol creativo en el sentido tradicional. Así, apoyándose en el afinado sentido del fragmento que había desarrollado como remontadora pero también en la visión radical de los círculos vanguardistas que frecuentaba y, en especial, en algunas experiencias pioneras de Dziga Vertov, hizo una apuesta ambiciosa: su largometraje iba a estar hecho única y exclusivamente de material encontrado, de fragmentos ya rodados. Por vez primera alguien se disponía a sistematizar ese método.

Las imágenes que cientos de camarógrafos habían tomado entre 1912 y 1917 desembocaron en su mesa de montaje como ríos de la historia. Revisó (en buena medida por sí misma) 60.000 metros de película que destiló en un montaje final de 1500. Una tarea en la que sus principales colaboradores fueron la asistente de montaje Tatiana Kuvshinchikova y Mark Tseitlin, del Museo de la Revolución, encargado de la escritura de los intertítulos y de que el discurso se ajustase a la ortodoxia política.

Estrenado el 11 de marzo de 1927, el debut consiguió el triple éxito de ser aplaudido por la oficialidad del partido, la intelligentsia vanguardista y el público en general, que si bien no acudió en masa a ver la cinta sí conectó con ella. Este reconocimiento unánime, infrecuente en un momento en el que se intensificaban las guerras culturales dentro del aparato soviético, dio a Shub la consolidación suficiente como para dirigir, acto seguido y aplicando la misma fórmula compilatoria, El gran camino (1927), que cubrió los años comprendidos entre 1917 y 1927, y La Rusia de Nicolás II y León Tolstói (1928), que hoy se considera perdida y abarcó el período 1897-1912.

Dziga Vertov ya había intentado algo parecido en sus primerísimos largometrajes, Aniversario de la Revolución (1918; recuperado en 2019 tras un tortuoso trabajo a cargo del historiador cinematográfico Nikolai Izvolov a partir de una completa guía de planos encontrada en los archivos de Mayakovski) e Historia de la Guerra Civil (1921, perdido).

El problema para Vertov fue su precocidad. Con 22 años debutó en largo compilando en una semana, mediante la dirección de veinte montadores, dos horas de filmaciones de una revolución de cuyo estallido apenas había pasado un año. No existía una distancia mínima en términos retrospectivos y archivísticos. El resultado fue un montón de metraje repetitivo y escasamente articulado cuya función principal fue dar a conocer los líderes de la revolución entre las masas (como dato curioso cabe destacar que, a pesar de lo pródigo en nombres de Aniversario de la Revolución, en aquel retrato casi en vivo del alzamiento soviético Stalin no aparece y Trotski, en cambio, ocupa el lugar honorífico).

A mediados de los 20, Vertov ya operaba según otros parámetros creativos y Shub retomó aquellas tentativas para profundizar en ellas y consagrarse como el principal referente compilador.

El mérito de La caída de la dinastía Romanov fue múltiple.

Dos vías ante el clamor socialista: León Trotski en Aniversario de la Revolución (Dziga Vertov, 1918) y Aleksándr Kérenski en La caída de la dinastía Romanov (Esfir Shub, 1927)

En primer lugar, técnico, al cohesionar pedazos de películas de formatos dispares en un todo unitario. En segundo, narrativo e ideológico: pocos años antes de este debut, uno de los padres del cine soviético, amigo y profesor de Shub, Lev Kulechov, había formulado la regla básica del montaje mediante un sencillo ejercicio que demostraba que la clave en la lectura de imágenes en el cine reside en su secuencialidad. Un fotograma nunca tiene significado por sí mismo sino que nos puede sugerir significados distintos, a veces antitéticos, dependiendo de cómo se relacione con los que le preceden y siguen. Porque el cinematógrafo lleva a cabo un preciso registro fotográfico del mundo, sí, pero la realidad que el montaje puede construir a partir de dicho registro es un campo abierto. Para demostrarlo Kulechov empalmó el fotograma del rostro de un hombre con, alternativamente, los de una niña muerta, un plato de sopa y una mujer. En cada ocasión, el rostro parecía adquirir matices distintos (aun siendo el mismo). Los fotogramas no eran sino piezas a partir de las que hacer ingeniería de la realidad.

Tras su trabajo como reeditora-censora de importaciones, si había una persona que tenía claro ese principio y podía llevarlo a otro nivel era Esfir Shub.

Todo el material incluido en La caída de la dinastía Romanov fue rodado por personas o compañías no solo ajenas a la película sino, en la mayoría de los casos, contrarias a la causa bolchevique. El ejemplo más claro de esa resignificación es el que Shub aplicó a las cintas de los propios Romanov. La familia del zar de zares solía hacerse acompañar de un camarógrafo residente en palacio, cuyas grabaciones después del magnicidio pasaron a pertenecer al Estado soviético, que no tardó en usarlas contra ella. Eran situaciones protocolarias y ratos domésticos en absoluto comprometedores pero en manos de Shub podían adquirir un significado distinto.

La escena que mejor ejemplifica este punto muestra a miembros del séquito de los Romanov bailando una mazurca en un buque, como parte de una visita oficial de Nicolás II a las tropas de la marina. Al final del baile se secan el sudor de la frente, regocijados. Por corte directo Shub pasa a un grupo de trabajadores que también se seca la frente mientras cava una zanja como parte de la cadena de trabajo y opresión que, en última instancia, alimentaría la maquinaria de guerra. Al empalmar ambas secuencias se produce un giro de ciento ochenta grados en el significado de las imágenes. El material ensalzador de Nicolás II es invertido por Shub, quien lo utiliza para denunciar la vida disoluta de los responsables de la guerra y de quienes se beneficiarían de ella, ajenos a los estragos de una clase trabajadora a la que condenarían a servir de carne de cañón. Contrastes como este articulan la crítica sin concesiones de la película al régimen zarista, reforzada por los lacerantes intertítulos de Tseitlin.

La caída de la dinastía Romanov

Pero el mérito propagandístico de la película no acaba en los giros ideológicos que da al material de partida. Como apunta Ilana Sharp, los bolcheviques buscaron dar voz a las masas —Lenin mediante— y La caída de la dinastía Romanov enfatizó dicha visión al mostrar al proletariado como —Lenin mediante— una fuerza activamente participadora en la construcción de la historia. Los espectadores de la película estaban familiarizados con los hechos que esta les presentaba porque los habían vivido. El proletariado, y no actores encarnándolo, era por primera vez protagonista de una gran historia en la pantalla.

Además, el debut tuvo un obvio valor patrimonial. Shub y sus ayudantes hicieron un encomiable trabajo de búsqueda, adquisición y catalogación de bobinas en un momento en el que el archivo cinematográfico estaba por consolidarse. Hicieron cuanto fue posible por generar un corpus que otros directores usarían después. Desde rescatar fragmentos de película al borde de la descomposición hasta comprar a Estados Unidos lotes de noticiarios con material de la revolución del que la propia Unión Soviética carecía.

Sumado a todo lo dicho también hubo un mérito económico. La caída de la dinastía Romanov (con un coste de 5.000 rublos) funcionó mejor en taquilla que, por ejemplo, el caro drama de época Los diciembristas (Aleksandr Ivanovski, 1927, con un coste de 300.000 rublos). Demostró que los documentales propagandísticos podían aspirar a más en todos los frentes.

FACTOGRAFÍA: REALISMO DE VANGUARDIA

El otro gran valor de la propuesta de Shub proviene de lo que aporta a la cultura soviética de su momento.

Durante los años que siguieron a la revolución, las vanguardias artísticas dejaron de estar en la oposición. Por vez primera, artistas de marcado carácter rupturista pasaron a articular políticas culturales amparados por el gobierno. Desde esa posición buscaron ir más allá del canto a la máquina por la máquina del primer futurismo y de los callejones sin salida de la abstracción, para dotar a la experimentación estética de un compromiso de construcción social. La cultura soviética de los años veinte estuvo marcada por intensos debates sobre la naturaleza del nuevo arte de aquel nuevo Estado llamado a forjar un nuevo mundo y un nuevo ser humano.

Proliferaron multitud de grupos con propuestas diversas y, aunque los líderes de la revolución hicieran valoraciones a título personal sobre asuntos culturales, durante la primera mitad de la década el gobierno fue reticente a favorecer a una facción u otra. No obstante, la resolución del partido sobre literatura en 1925 supuso el primer golpe de timón. Escrito por Nikolái Bujarin (economista en jefe de la URSS durante la NEP), el documento urgió al apoyo a las asociaciones que abogaran por temas y personajes revolucionarios plasmados según un realismo conservador. Se acumulaban las quejas en torno a una vanguardia que hablaba en nombre del proletariado pero en un lenguaje que a este le resultaba ininteligible. Aquella indicación de Bujarin concernía a la literatura y, por lo tanto, la Asociación de Escritores Proletarios de Rusia (RAPP) fue la gran beneficiada. Pero de rebote favoreció a grupos de otros ámbitos, como los pintores de la Asociación de Artistas de la Rusia Revolucionaria (AJRR). Ese fue el primer paso hacia la imposición del realismo soviético por dictamen gubernamental en los años treinta, que eliminaría no solo cualquier tendencia de raíz vanguardista sino, dado que el debate ya había sido «resuelto», toda agrupación artística del signo que fuera.

Lejos de ese giro estéticamente involucionista que llegó con el cambio de década, en el arranque de Shub como directora el constructivismo bullía con ideas. A finales del año 26 el partido autorizó a los miembros del grupo cercano a Esfir Shub (LEF, Frente de Izquierda de Las Artes; colectivo de vanguardistas provenientes del constructivismo, el productivismo y el formalismo) a continuar la revista homónima que habían publicado entre 1923 y 1925. El resultado fue Novy LEF: una cabecera, de nuevo coeditada por Mayakovski y diseñada por Aleksandr Ródchenko, en la que el otro coeditor, Sergéi Tretiakov, impulsó un contramodelo de realismo radical llamado factografía.

Como resume Carlos Valmaseda, el proyecto factográfico acentuó el rechazo de la ficción, abogando por el uso de documentos en la literatura (literatura fakta) y de nuevos medios mecánicos como la fotografía y el cine. No hace falta recalcar que uno de los mayores acontecimientos culturales acaecidos entre la primera revista (LEF) y la segunda (Novy LEF) fue el surgimiento de un genuino cine soviético con Eisenstein a la cabeza. Un nuevo panorama en el que las apuestas del LEF fueron los modelos documentales de Esfir Shub y Dziga Vertov.

Aunque conviene evitar el vicio de recurrir a Eisenstein para explicar todo lo relacionado con el primer cine soviético, en muchas ocasiones viene bien como brújula. Él, como Shub, se movía con los del LEF. En el número 3 de la revista LEF, publicado en 1923, Eisenstein presentó su manifiesto del teatro de atracciones (que puede consultarse íntegro y traducido en el blog de Valmaseda). En la mayoría de reproducciones que se han hecho de dicho manifiesto, basadas en la traducción de Jay Leda, se omite el párrafo introductorio en el que Eisenstein se sumaba al furor iconoclasta de las vanguardias. Sostenía que el programa teatral del proletkult no consistía en usar los tesoros del pasado o en descubrir nuevas formas de teatro sino en abolir la institución teatral misma y reemplazarla con una serie de happenings que reconozco que nunca me han quedado del todo claros.

Puede parecer una arrogancia propia de un joven creador revolucionario (y lo era) o un mero giro retórico (y lo era, teniendo en cuenta, como señala Martin Stollery, que en las conclusiones del mismo texto anuncia el teatro de atracciones como una nueva forma de teatro). Pero la proclama no suena tan hueca si tenemos en cuenta que en aquel manifiesto a buen seguro resonaban ecos de sus diálogos con su estrecho colaborador en aquellos años (23-24), el ya mencionado Sergéi Tretiakov, quien en paralelo publicó su propio texto sobre el teatro de atracciones.

La cuestión es que para ver la evolución de las premisas contenidas en el manifiesto de Eisenstein no hay que fijarse tanto en él como en Tretiakov.

Desarrollando las teorías de Vertov, el estratega de Novy LEF de verdad entendió los nuevos medios de comunicación de masas como la herramienta para desmantelar cualquier vestigio de las culturas burguesas y preburguesas. Y quizás por eso sea él quien mejor permita entender la aportación de Shub.

SERGÉI TRETIAKOV: ARTE INDUSTRIAL, MIRADA COLECTIVA

Sergéi Tretiakov en 1937 (Foto de los archivos de la NKVD)

Boris Pasternak, cuya presencia en el LEF siempre fue un poco forzada (según aclara Christopher Barnes en el primer volumen de su biografía sobre el autor de Doctor Zhivago), era una visita habitual en el apartamento que compartían, en triángulo amoroso, el matrimonio Brisk con Mayakovski y que servía de cuartel general del grupo.

El futuro Nobel no encajaba en el sistema de ideas del LEF pero se dejaba llevar por lo animado de sus veladas. Consideraba poco creativo el pseudoarte mecánico que promovían y llegó un punto en el que tuvo que pedir, ofuscado ante la sensación de estar siendo usado como mero reclamo, que dejaran de imprimir su nombre en Novy LEF. Todos sus comentarios retrospectivos sobre el grupo fueron negativos, con la excepción de Tretiakov, a quien consideró el único hombre honesto de aquel círculo de negacionistas. El único que llevó su abnegación hasta su conclusión natural.

Escritor teatral y cinematográfico, poeta, reportero, traductor y educador. Hombre de letras y viajes, Tretiakov ejerció de bisagra entre las izquierdas culturales de Oriente y Occidente. Visitó multitud de rincones de la Unión Soviética. Visitó Japón. Visitó China. Visitó Alemania. Fue el principal divulgador en la URSS de los trabajos de John Heartfield y Bertolt Brecht, con los que entabló amistad, e influyó decisivamente en el Walter Benjamin de El autor como productor. Escribió libretos teatrales para Meyerhold o Eisenstein así como uno de los montajes soviéticos más exitosos de aquellos años, ¡Ruge, China! (1926).

En lo cinematográfico, que es lo que nos ocupa, más allá de su anecdótico papel no acreditado como escritor de intertítulos para El acorazado Potemkin, destacó por su condición de dinamizador del cine georgiano de finales de los veinte. Fue un enviado de Moscú que apadrinó a varios jóvenes talentos georgianos, a los que sirvió de guionista. Ejemplos de ello son clásicos tan notables como Eliso (Nikoloz Shengelaya, 1928) o Sal para Svanetia (Mikhail Kalatozov, 1930). Pero, incluso más que por sus incursiones como escritor cinematográfico, destaca por su visión de las posibilidades de un cine de raíz constructivista. Por decirlo sin rodeos: la suya fue una de las formulaciones de modernidad estética más potentes del siglo XX.

Tretiakov diseminó en artículos sus propuestas para una renovación artística de la URSS. Como agitador, instó a abandonar los desenlaces fatalistas de la literatura realista rusa, en absoluto motivadores para las masas proletarias, y en su lugar optar por narraciones abiertas que enfatizaran la recolección de hechos relacionados. A eso añadió, en La biografía del objeto (1929), el rechazo del héroe individualizado en favor de la narración de tareas colectivas en las que lo central fuese la transformación de materias primas en productos útiles. Puede que esto suene raro pero si se ven películas como la citada Sal para Svanetia, Turksib (Victor A. Turin, 1929), Lo viejo y lo nuevo (Grigoriy Aleksandrov y Sergéi Eisenstein, 1929), Entusiasmo - Sinfonía del Donbass (Dziga Vertov, 1931), Komsomol – Jefe de la electrificación (Esfir Shub, 1932) o cualquier otra producción vinculada al Primer Plan Quinquenal se entiende bastante bien.

En esa línea colectivizante, pero en términos de producción cinematográfica, formuló lo más interesante: en El nuevo León Tolstói (1927) atacó el encumbramiento de los escritores como individuos aislados y la autoridad que les confiere imaginarlos como tales. Un cliché de las belles lettres que consideraba contrario a la apuesta socialista por la acción colectiva. Entendía que la novela decimonónica había sido desbordada por los informes y el periodismo, a su entender las genuinas formas literarias del siglo XX, y apostó (en Continuará, 1928) por profundizar en esa tendencia mediante un movimiento de trabajadores-corresponsales que no fueran profesionales de la comunicación pero sí tuvieran los rudimentos necesarios para registrar, mediante texto o imagen, su propio día a día.

Esa concepción de una red de comunicadores aficionados o semiprofesionales es de una absoluta modernidad. De hecho, el perfil del trabajador-corresponsal de Tretiakov está —si intentamos salvar las insalvables distancias que hay entre, por un lado, un país posrevolucionario de economía estatalizada y partido único, y por otro, el actual capitalismo de grandes corporaciones globales— más cerca de un youtuber que de un director de cine al uso. Tretiakov propuso eliminar la dicotomía consumidor/productor y buscar registros de la vida desde la vida misma. Reportajes escritos o visuales que pudieran ser compendiados, en permutaciones infinitas, hasta crear el retablo definitivo (pero siempre cambiante) de la realidad soviética.

En el recuento de sus actividades como escritor-organizador en el koljós (granja colectiva) El Faro Comunista, publicado en el libro Hombres de campo (1931), Tretiakov explicó cómo puso en práctica el experimento de un sistema de filmación permanente. Una unidad de grabación cedida por la productora Meschrabporn registró los cambios en la granja durante un periodo relativamente prolongado. Los resultados no fueron del todo satisfactorios pero él dejó claras sus intenciones: el arte de la república de los trabajadores tenía que ser un arte sobre el trabajo y, por lo tanto, un arte de procesos. Un arte longitudinal y minucioso construido en torno al dato. Un arte hecho por y para las masas pero racionalizado por el Estado, al que otorgaba capacidades para una gestión científica de la realidad. En definitiva, un arte monitorizante para una sociedad tecnocrática.

Por eso cuando en 1934 intervino en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, con el arte soviético metido hasta las cejas en el realismo socialista, no tuvo dificultad en aprobar la orientación. Comparado con su ideario factográfico, el realismo socialista no era más que una burda versión en cartón piedra de la realidad.

Si bien no respondía a ese perfil de trabajadora-reportera, Shub posiblemente fue la artista que más se acercó al ideal factográfico. Y, en general, lo moderno de su planteamiento se evidencia en su huella en un director como Adam Curtis, que desarrolla una fórmula similar a la de ella (si de nuevo somos capaces de salvar las demasiadas distancias que hay entre la BBC y Goskino/Sovkino). Curtis es uno de los directores que mejor le toma el pulso a nuestra contemporaneidad y Shub es su abuela creativa.

LA HISTORIA A LA LUZ DEL CINE

Como es fácil de imaginar, Esfir Shub no fue la única artista que recibió un encargo para narrar el gran mito fundacional de la Unión Soviética en su décimo aniversario. Todos parecieron recibirlo. Y entre todos estaba Eisenstein (quien sirve una vez más para orientarnos).

Más allá de la inserción de breves cortometrajes en sus montajes teatrales, lo más parecido que tuvo Eisenstein a una formación cinematográfica fue su fugaz paso, a principios de 1924, por las instalaciones de Goskino para estudiar montaje. ¿Y quién le enseñó los fundamentos del arte de la moviola? Efectivamente, nuestra mujer tras la mesa de montaje. Con el abecé que Shub (y algún otro) le proporcionó, pasó a convertirse en poco tiempo en el nuevo gran maestro de aquel lenguaje. Trabajaron juntos en una versión censurada del Dr. Mabuse de Fritz Lang y extendieron sus contactos profesionales con la participación de Shub en el guión de rodaje de La huelga (Serguéi Eisenstein, 1924) y en la coedición de uno de los episodios de Octubre (Serguéi Eisenstein, 1928). En esos años forjaron una amistad que aguantaría el paso del tiempo.

En 1926 se habló mucho y bien de aquel prodigio de 28 años que acababa de dirigir El acorazado Potemkin. Pero, según aclara Stollery, las alabanzas sonaban distintas dependiendo del lugar del mundo del que provinieran. Un joven David O. Selznick elogió a Eisenstein desde Hollywood, recomendando a la Metro-Goldwyn-Mayer que no dejara escapar su talento, que comparó con el de los grandes genios de la historia del arte. Una retórica en las antípodas de la del LEF. Mientras el futuro rey Midas del cine decía eso, Tretiakov publicó el artículo Eisenstein-Director-Ingeniero, en el que metió un montón de jerga ofuscante para justificar que Eisenstein en realidad ni siquiera era un artista porque no tenía estilo (algo difícil de sostener cuando hablamos de quien refinó el montaje como pocos; en este caso el discurso del ensamblador constructivista chirriaba por todos lados).

Aquellos forzados intentos de Tretiakov por encajar a Eisenstein en la línea antiautoral del LEF no pudieron ir más allá de Octubre. Muchos en el grupo acusaron a su película conmemorativa de la Revolución de Octubre de ser un armatoste ampuloso lleno de ortopedias metafóricas (resumo con mis palabras, que también le tengo un poco de manía a esa cinta). Sus socios más cercanos la vieron como una traición de las políticas de la vanguardia y en abril de 1928 Osip Brik –coeditor de la primera revista del LEF– acusó a Eisenstein en las páginas de Novy LEF de consagrarse a su propio reconocimiento internacional antes que a la revolución.

Eisenstein acabó mal con el LEF. Un mes antes de dicho artículo, un episodio amargo durante una reunión del grupo en casa de Tetriakov, al que se referirían Shub y Eisenstein años después en su correspondencia, había puesto fin a la vinculación de este con el grupo (que poco después se disolvería por desavenencias entre Mayakovski y Tetriakov). La una y el otro pasaron entonces a formar parte de Octubre, el último de los grupos constructivistas, activo entre 1928 y 1931. 1931 fue también el año en que se prohibieron las importaciones de películas en la URSS.

La campeona del LEF fue Shub antes que Eisenstein. Cuando uno veía la película de Eisenstein sobre la revolución pensaba en Eisenstein. Cuando veía la película de Shub sobre la revolución pensaba en la revolución. En el LEF alabaron la impersonalidad estilística de la montadora, que permitía a la gente acceder con más facilidad a «la verdad de los hechos». La prueba de su éxito al encarnar ese ideal antiautoral es que en un primer momento Shub no recibió crédito como directora. Al fin y al cabo qué había dirigido ella, se preguntaron los burócratas que tenía por encima. Hasta ese punto su fórmula era novedosa. Eisenstein y Mayakovski tuvieron que interceder ante la administración y hacer uso de su prestigio para que, paradójicamente, Shub recibiera el debido reconocimiento por haber logrado aquella invisibilidad autoral.

Teniendo en cuenta los prejuicios y las expectativas que había en la industria del cine sobre las mujeres, que eran los mismos que había en el resto de la sociedad, no es casualidad que ella y Elizaveta Svilova hicieran sus películas circundando la vía establecida, convirtiéndose en directoras sin tener que dirigir equipos de rodaje altamente jerarquizados y aún más altamente masculinizados. Si además tenemos en cuenta que la masculinidad siempre ha sido un campo fértil para egos artísticos desmesurados, entenderemos que tampoco es casualidad que una de las personas que más se acercó al ideal ensamblador del LEF fuera una mujer.

LA MEMORIA SIN HECHOS

Sovkino fue cerrada en la primavera de 1930 y la institución sucesora, Soyuzkino, implementó bajo la dirección de Boris Shumyatsky la erradicación de las vanguardias. Pero eso no fue suficiente.

El arranque de la década había sido traumático en la URSS. El Estado había librado una auténtica guerra contra el campesinado al implementar la colectivización forzosa de la agricultura (la voluntaria había fracasado, traduciéndose en 1929 en solo el 1% del campo arable). Las altísimas cuotas de grano requeridas por el gobierno originaron hambrunas masivas, millones de muertes. Y aunque en 1936 Stalin declaró conseguida la erradicación del capitalismo, emprendió una rabiosa represión de mandos que le eran por completo leales.

Su poder, nunca visto antes y pocas veces visto después, se asentaba sobre capas y capas de paranoia y llegó un punto en que el aparato gubernamental entró en modo autocaníbal. Sus asesores más cercanos, directores de fábricas y granjas colectivas, diplomáticos, miembros de todo estrato social fueron eliminados. 154 de 186 generales de división fueron ejecutados acusados de espionaje, sin otra prueba que la de confesiones extraídas por la fuerza. La represión de sus propios cuadros fue tal que durante 138 días Stalin no tuvo informes de sus servicios de inteligencia en el extranjero (y estamos hablando del que posiblemente haya sido el mejor servicio de inteligencia de la historia, que hasta aquel año le había suministrado varios reportes diarios). Cuando la orden número 00447 de julio de 1937 puso en marcha una lógica de ejecución por cuotas, la espiral represiva pareció no tener fin.

De esta violencia no se libraron artistas e intelectuales.

Basta con repasar algunos nombres clave en la vida de Shub. La NKVD (predecesora de la KGB) asesinó a su primer mentor en el mundo de las artes, Vsévolod Meyerhold (cuya memoria fue rehabilitada en 1955). Asesinó a su marido y colaborador, el teórico constructivista de ascendencia anarquista Alekséi Gan (rehabilitado en 1989). Asesinó a uno de sus principales valedores teóricos, Sergéi Tretiakov (rehabilitado en 1956). Además de aquellas y otras tantas muertes en las filas de la modernidad, el partido obstruyó a maestros como Dziga Vertov o Eisenstein, a veces de manera humillante. Shumyatsky (ejecutado él mismo en 1938) minó los dos grandes proyectos de Shub en esta época: entorpeció Tierra de soviets (1937) y bloqueó su documental sobre la nueva mujer soviética.

Para los españoles el más interesante de los restantes largometrajes de Shub bien puede ser España (1939), documental propagandístico sobre nuestra guerra civil realizado en colaboración con Román Karmen (el auténtico hombre de la cámara del estalinismo). En él alienta a la Madrid republicana, a punto de caer. La línea en la que proclama la lucha contra un enemigo conformado por franquistas, nazis, fascistas y —cerrando la secuencia— trotskistas lo dice todo sobre el clima político del momento.

La gran paradoja del proyecto factográfico es que, de haber existido en el año 37, no habría dado cuenta de la purga de sus promotores y aliados. Tretiakov no habría informado de la ejecución de Tretiakov (o lo habría hecho de aquella manera). La factografía no dejaba de ser una suerte de periodismo expandido pero solo en lo teórico-estético, ya que en ningún momento dejó de depender de las necesidades propagandísticas del estalinismo. El rasgo de contrapoder que caracteriza al periodismo en sus mejores (y más raros) casos estuvo del todo ausente en aquel modelo.

Poco antes de su muerte en 1959, Shub publicó unas memorias que siguen sin tener traducción al inglés o al español y de las que solo he podido recuperar fragmentos y comentarios de estudiosos del cine o la cultura eslava. La mayoría de ellos coinciden en que es una autobiografía más bien deslavazada. Y una en la que todo lo que uno querría saber es todo lo que no se cuenta. Lenin figura contadas veces y Stalin, demiurgo del mundo en el que ella vivió, verdadero amo y señor de «los hechos», no aparece.

El silencio resuena como un grito.

CODA MUSICAL A UNA VIDA DE IMÁGENES

El hombre de la cámara.

La mujer de la mesa de montaje.

Es difícil saber qué podía pasar en aquellos años 30 por la cabeza de la mujer de la mesa de montaje. Pero podemos saber lo que pasó por la de uno de los hombres de la cámara.

Yakov Tolchan fue uno de los operadores de cámara de Dziga Vertov. Un kinok. En el documental Le Tombeau d'Alexandre (1993), conocido internacionalmente como The Last Bolshevik, Chris Marker analiza la figura de su admirado director Aleksandr Medvedkin. En aquel momento en el que todavía humeaban los restos del imperio soviético, Marker, miembro destacado de la izquierda cultural francesa, intentaba desentrañar el silencio de Medvedkin ante el daño que el estalinismo había infringido a su propia gente. Como el director había muerto en 1989, recurrió a entrevistas para recomponer su figura. Mantuvo una con Tolchan.

El retirado kinok aprovechó la charla para elogiar a Dziga Vertov y airear la rabia que sintió cuando ejecutaron a Meyerhold después de que este denunciara el realismo socialista como una catastrófica apuesta por la mediocridad. Aquel asesinato fue para él la gota que colmó el vaso. A principios de los noventa, anciano, desencantado no solo con el régimen sino con el mundo de las imágenes, de las que desconfiaba tras haber entregado a su praxis los mejores años de su vida, Tolchan parecía encontrar en la música el refugio para sus últimos días. Tras responder a las preguntas le pidió a Marker que se quedara un rato con él, en su casa, escuchando su música favorita.

A pesar de todo lo que calló, en su autobiografía Shub no dejó pasar la oportunidad de proclamar que el Partido Comunista les ayudó, a ella y a sus compañeros, a superarse, a ser valientes. En definitiva, fue una aplaudidora de un régimen que hizo trizas la modernidad cultural de la que un día participó y que acabó con la vida de muchas de sus personas más admiradas, cercanas y queridas. Como muchos viejos bolcheviques, una pieza más del engranaje estalinista que la victimizó.

De amante de las imágenes a amante de las imágenes solo me queda preguntar (a la manera markeriana):

¿Qué música te gusta, Esfir?

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