Vida y esperanza

Lhokseumawe, 150 kilómetros al este de Banda Aceh, Indonesia. Ocho y media de la mañana del 26 de diciembre: Amiruddin ve cómo una masa de agua irrumpe en su casa. Sin tiempo para pensar, llama a su esposa, Hernini, y empiezan a subir a sus cuatro hijos al tejado.
Pero un poste de alumbrado cae entre Hernini y una de las niñas. Putri tiene siete años, grandes ojos pardos y el pelo corto. La ola la arrastra y, en unos segundos, desaparece. Cuando baja el agua se lanzan a buscar entre los cadáveres. Después viajan a Banda Aceh. Recorren hospitales y morgues atestadas, colocan carteles... Hernini cae enferma. Exhaustos, se alojan en un campamento con otros 4.000 refugiados.Sólo cinco niños han logrado reunirse con sus padres en este campo, pero Amiruddin no se rinde. Hasta que, el miércoles pasado, le llaman por megafonía: Putri está viva. Le está esperando en una granja cercana a la que logró llegar, desorientada, tras el desastre. Muhammad, un comerciante de arroz, la ha cuidado desde entonces. A ella y a otros 200.Michael Casey, de Associated Press, uno de los muchos periodistas que siguen en la zona, pese a que el maremoto va perdiendo ya ‘interés informativo’, estaba allí y nos contó la historia. Del final –el reencuentro tras tres semanas de angustia– baste una frase de Amiruddin: «Jamás perdí la esperanza».Tampoco podrá perderla ahora, cuando tenga que empezar de cero en una tierra castigada, además, por años de guerra; en un país donde, según Unicef, 100.000 mujeres y niñas como su Putri son víctimas de explotación sexual, y 185.000 niños mueren anualmente antes de cumplir los cinco años.Pero si la desesperanza se basa en lo que sabemos del futuro, que es nada, la esperanza se fundamenta en lo que ignoramos de él, que es todo. Y a Amiruddin, con Putri de nuevo entre sus brazos, le sobran los motivos.
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