En unas montañas se hallaba una fuente de agua pura y cristalina, pero nadie bebía sus aguas por culpa de una leyenda:
En tiempos remotos, en la fuente vivía un hada. Cierto día, un cazador se acercó a beber y se enamoró de ella. Tuvieron un hijo, pero el cazador volvió con los suyos. El corazón del hada se llenó de rabia hacia los mortales y educó a su hijo lejos de ellos.
Pero un día que el hada se ausentó, una bellísima princesa (que tenía fama de rechazar a sus pretendientes) llegó a la fuente en su caballo y se encontró con el hijo del hada. Los dos cayeron enamorados al instante, pero la princesa era tan orgullosa y caprichosa que le dijo al chico: «Tienes que transformar la fuente en un lugar de ensueño si quieres que sea tuya».
El joven estaba tan enamorado que se lo contó a su madre, y ésta le ayudó. Cuando la princesa llegó, de la fuente brotaban diamantes, aguas marinas y todo tipo de piedras preciosas. A pesar de que la princesa quedó fascinada, no reconoció su amor por el joven y siguió pidiéndole más y más cosas: un castillo, un bosque encantado... Hasta que el hada montó en cólera y condenó a la princesa, así como a cualquier mortal que bebiese de la fuente, a vagar sin memoria para siempre.
Una cosa es el orgullo y otra, enorgullecerse. Si no lo tenemos claro, podemos meter la pata.
Próximo viernes: 23/El clavel dorado
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