Eso, a pesar de las incomodidades propias de tener que convivir con un techo bajo, que en algunos lugares no levanta un palmo del suelo. «Después de este tiempo todavía me sigo dando en la cabeza –reconoce–. En la ducha he tenido algún problema por las mañanas», añade.
Otra particularidad de vivir en una casa vieja en el último piso es su falta de aislamiento. «En verano absorberemos todo el calor del edificio y lo repartiremos entre los vecinos», bromea Ricardo, que no parece darle importancia tampoco a los rigores del invierno. «No soy friolero, pero por la noche sí se notaba el frío y hacía falta tener el radiador», reconoce.
Luz y vistas
Para él, estos pequeños inconvenientes están compensados por la luz que reciben o las espectaculares vistas del centro de la ciudad, aunque se tengan que admirar a través de las rejas de las ventanas. «Es un poco difícil entrar aquí, pero pueden robar», explica Eva, su compañera de piso. A esta protección se suma la de las mallas. «Es para las palomas –afirma Ricardo más que convencido–; ésas sí que resultan molestas, muy molestas».
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