Teresa Viejo Periodista y escritora
OPINIÓN

Madeleine McCann, un nudo con dos cabos

Madeleine McCann y la joven que piensa ser ella
Madeleine McCann y la joven que piensa ser ella
EFE/ @iammadeleinemccan
Madeleine McCann y la joven que piensa ser ella

Una tarde, durante un club de lectura, una mujer se acercó a mí y me dijo: "Yo, al contrario que la protagonista de tu novela, hubiera dado cualquier cosa por no saberlo nunca".

La necesidad de conocer un aspecto troncal de nuestra existencia, esa clase de secretos que guardan las familias bajo llave, puede resultar equidistante al miedo que nos despierta descubrirlo. Estos días una joven polaca asegura ser Madeleine McCann, la niña británica desaparecida en una playa portuguesa hace ya quince años, y sin entrar en el debate de si miente o no -es demasiado pronto para averiguarlo-, me he centrado en su desesperada petición de saber que coincide con la de esos hijos que ignoran quiénes son sus padres y esos padres que perdieron a sus hijos sin una explicación congruente, cuando no víctimas de un comportamiento delictivo. 

He escuchado alguna vez el relato angustioso de quien tiene muchísimas preguntas que lanza al aire porque no encuentra un 'buzón de reclamaciones' para ellas, y cómo no comprender su impotencia. Todo ser humano tiene derecho a conocer sus orígenes, de hecho, uno de los mayores riesgos de los niños y niñas que nacen en países en vías de desarrollo es no ser registrados, convirtiéndose en seres invisibles a quienes se les hurta el pasado y también el futuro.

Dado que investigo la curiosidad, no puedo evitar preguntarme si esa pulsión lo es y mi respuesta es no. La curiosidad es una fortaleza humana destinada a implementar nuestro aprendizaje, nuestro crecimiento, a activar las conexiones con otras personas… sin embargo, la búsqueda de los orígenes no puede considerarse una mera exploración, sino una necesidad que da sentido a la propia vida. Para Julia Faustyna, que así se llama la chica polaca, saber quiénes son sus verdaderos padres no es cuestión de curiosidad, sino de supervivencia.

Que una información afecte a la línea de flotación de las personas no significa que todas la quieran conocer. Durante aquella tarde de lectura, la mujer me contó que había disfrutado doce años de un matrimonio casi perfecto. Casi. Había algunos detalles que no cuadraban en su relación de pareja, pero ella no indagaba el porqué de esos puntos oscuros en la falsa idea de que, si no miraba la herida, terminaría cicatrizando. O mejor, se esfumaría sin cicatriz. 

La mujer me explicó que su marido y ella disfrutaban del tiempo libre junto a sus amigos, se intercambiaban bonitos regalos, nunca discutían, hacía planes juntos… hasta que alguien le advirtió "por su bien" de las frecuentes visitas de su marido a un club homosexual, lo que le pareció un chisme cruel y prosiguió con su vida 'perfecta'. Un día su marido le confesó que se había enamorado de un compañero de gimnasio y no podía seguir manteniendo una farsa que había reventado en sus propias narices. "Hubiera dado cualquier cosa por no saberlo nunca", repetía llorando la mujer.

Un secreto oscuro, guardado durante tanto tiempo, atrae tanto como repele. En casos así, el derecho a saber se solapa con el miedo a hacerlo, pero no hace falta recurrir a un episodio vital tan extremo para entender cómo bloqueamos la curiosidad, en la falsa idea de que ignorar algo cuida de nosotros: no abrimos el sobre con el resultado de una analítica pensando que, mientras no veamos los datos, estamos bien de salud o no clicamos el mensaje del jefe no vayamos a encontrarnos el encargo de algo que no nos gusta. Sentir y aceptar el miedo es el primer paso para gobernarlo, el siguiente superar una emoción que nos debilita por la alegría del descubrimiento. En estos casos, aunque el resultado nos inquiete, sí hablamos de curiosidad.

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