Teresa Viejo Periodista y escritora
OPINIÓN

Atrévete a saber

Niña afgana con libro
Niña afgana con libro
EFE/Canva
Niña afgana con libro

Cuando era niña, un libro se me antojaba la mejor tabla de salvación. Ese objeto apoyado en un estante era una promesa de viajes, aventuras, vidas soñadas, incluso en los peores momentos de una personita en ciernes. Creo que devoré las palabras con gula para poder leer los contados ejemplares que había en casa. La mía no era una familia lectora, así que las baldas de la librería empezaron a llenarse solo cuando mis ahorros me permitieron comprarme mis primeros libros a plazos. Me gustaban de toda suerte y condición, las viejas novelas de Agatha Christie y las nuevas de Enid Blyton, pero, en especial, los ejemplares escolares recién estrenados. Sí, me chiflaban los libros de texto. Recuerdo que los subrayaba con colores y anotaba frases que había escuchado en algún lugar y que sonaban como música, aunque a mi mente infantil le costase entenderlas.

A la izquierda, Enid Blyton y a la derecha, la portada de uno de sus libros.
A la izquierda, Enid Blyton y a la derecha, la portada de uno de sus libros.
WIKIPEDIA

Ahora sé que mi curiosidad me empujó siempre a los libros y a cuidar de ellos, incluso cuando sus páginas amarillean tanto que se vuelve inútil leer algo en esa tinta desleída. Por ejemplo, aún guardo la colección de Seix Barral de Clásicos Contemporáneos que leía en los primeros años de universidad, adquirida en la librería del barrio semana a semana. La Feria del Libro me conecta con aquel espacio, con los libreros y libreras de siempre, esos seres que tiran de psicología para calmar al lector impaciente necesitado de una nueva tabla de salvación, porque si el librero entiende de algo no es de mentes sino de almas.

Me acuerdo con nostalgia de ellos porque la niña que fui no puede entender que se castigue a otras niñas en cualquier rincón del mundo por acercarse a un libro con el deseo de aprender. Una violencia atroz envenena en Pakistán la llama que ilumina en ellas el conocimiento. Una vez más la mordaza del fanatismo se obceca en silenciar su curiosidad, privándolas de desarrollar su potencial para explorar el mundo con la misma libertad que se concede a los niños. Se silencia su voz y se vendan sus ojos, que no pueden ver más allá de lo que muestra una desalmada sociedad patriarcal.

Negar la curiosidad a una niña implica bloquear su capacidad de convertirse en una mujer autónoma y empoderada; al tiempo, convirtamos su resistencia en símbolo de lucha por la igualdad porque preguntar, desafiar y descubrir, son irrenunciables.

Negar la curiosidad a una niña implica bloquear su capacidad de convertirse en una mujer autónoma y empoderada

Hubo un tiempo en la historia del pensamiento en que la curiosidad resultaba incómoda, especialmente para los pensadores racionalistas: demasiado imaginativa, poco concreta, difícil de constreñir, voluble, provocadora, preguntona, impredecible… a juicio de algunos recordaba a una mujer en plena tormenta hormonal. La comparación no es inocente. Por desgracia el cliché tiene demasiadas raíces, incluso hoy día y no solo en el pensamiento fundamentalista. A las mentes obtusas que reniegan de la gran fortaleza humana, les pregunto: ¿no será que, en lugar de envenenarte la curiosidad, te envenenas de desidia al no sentirla?

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