Con los pies en el suelo

Mi perfil de Instagram se había convertido en muy poco tiempo en un icono para fetichistas. Lejos de ser la típica chica que enseña el canalillo en redes o la atleta fitness que aprieta las abdominales para que sus seguidores alaben lo que se lo curra en el 'gym, yo era gordita, menuda y morena, eso sí..., con los pies más bonitos del mundo y eso en Internet era todo un filón.

Ya que mi cara no era agraciada y que nunca me gustó mostrarla por motivos de estética, conseguí hacer que mis pies se convirtieran en todo un deseo sexual para los hombres. En sólo tres meses logré pasar de 134 seguidores a 18.000 tan sólo con imágenes de mis extremidades inferiores.

En la bañera, en la playa, con las uñas pintadas, largas, de la planta, con anillos. Cualquier fotografía les servía a mis followers para ponerse a cien. ''Te chuparía lentamente el dedo gordo hasta que te corrieras'', decía Alfonsezno; o ''me imagino mi rabo entre tus pies y me tengo que tocar'', escribía Turco24.

En un principio me hacía gracia leer los comentarios que los chicos, y alguna mujer, plasmaban en mis redes sociales hasta que un día apareció él. Se presentó por privado como ''feedingroom''. Tardé días en contestarle, pues nunca antes un hombre tan bonito se había atrevido a decirme las cerdadas que me haría con sus manos. Después de dos semanas, varios ¡holas! fallidos y tres conversaciones de besugo nos pasamos el teléfono. Fue entonces cuando me regaló su verdadero nombre: Pablo.

Pablo no era un hombre de verdad. Era podólogo y un gran fetichista de pies, tanto que su trabajo en ocasiones me parecía una intromisión en la sexualidad de las personas a las que trataba. Lejos de ser un salido y dado que a mí la podofilia me resultaba bastante atractiva accedí a quedar con él en el bar que hay debajo de mi casa. Eso y que era extraordinariamente culto y guapo.

Hablamos durante horas hasta que escuchamos el cierre metálico de la puerta del bar. Me había quedado prendada de él pero conocía el adiós de todos los hombres con los que quedaba y me abandonaban por fea. Aquella noche fue diferente. En sus ojos pude ver el deseo. Estábamos cómodos juntos y le invité a subir a mi casa. Su sonrisa lo dijo todo.

No dimos tiempo a llegar a casa cuando ya nos estábamos besando en el ascensor. Tardamos más de diez minutos en entrar pues parece ser que el mero hecho de levantar mi pierna y rodear con mis muslos su culo le ponía muy cachondo. Por fin, la llave nos adentró en el interior de mi salón y fue cuando de rodillas me quitó los zapatos de tacón y comenzó a besarme los dedos.

Jamás nadie me había puesto tan cachonda en tan poco tiempo pero dado que mis relaciones sexuales se resumían a dos en mis veinticinco años puede que fuera hasta normal. Poco a poco me fue desnudando hasta dejarme sin ropa tumbada en el sillón del salón. Cogió una banqueta y mientras me masajeaba un pie con una mano con la otra se masturbaba. Al rato abandonó un pie para seguir el mismo juego con el otro. Su pene era enorme y no podía evitar mirar cómo sus venas se dilataban.

Le invité a sentarse en frente de mí. Ambos desnudos. Yo mojada. Él erecto. Comencé a frotar sus genitales con mis dos pies. Gemía de placer. Ponía los ojos en blanco y cuando casi no pudo más se abalanzó sobre mí penetrándome con la mayor fuerza que lo había hecho un hombre en mi vida. Pude notar el palpitar de su pene hasta su eyaculación. Permaneció sobre mí unos minutos. Yo no había llegado al orgasmo pero por la intensidad del polvo que echamos sabía que iba a haber más encuentros. En ese momento y a pesar de mis kilitos y mi cara rara me sentía la mujer más bella y poderosa del mundo y no por haber echado un polvo con un tío sino por haber superado los miedos que los complejos no me permitían disfrutar del sexo.

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