[Crónica Sitges 2011] El deseo de ser alma de metal

Primera jornada del Festival Internacional de Cine Fantástico, marcada por la inteligencia artificial robótica y la pandemia vírica de Soderbergh. Empieza la fiesta. Por TONI VALL
[Crónica Sitges 2011] El deseo de ser alma de metal
[Crónica Sitges 2011] El deseo de ser alma de metal
[Crónica Sitges 2011] El deseo de ser alma de metal

Cual arrasadora –y necesaria– pandemia, Sitges regresa una vez más a nuestras vidas y el jolgorio es atronador. A lo largo de 10 días, podrá el exégeta del fantástico acercarse a las lindas carnes de Barbara Steele y probarse con ella una vez más aquella lejana máscara del demonio, pillar por banda a Luigi Cozzi y cantar juntos las alabanzas de su querido Lou Ferrigno o tomar unas cañas con Michael Ironside y Michael Biehn, mientras siguen persiguiéndoles un ser inmortal y un terminator.

Ataviado con la angustiante mirada del robot, del alma de metal y su inteligencia artificial a modo de leit motiv de la presente edición, el festival abrió el fuego ayer con Eva, la ópera prima de Kike Maíllo, que encaja a la perfección con tan sugerente premisa. Surgido de este horno de talentos tan prolífico y distinguido llamado ESCAC, Maíllo ha pergeñado la historia de un ingeniero de robótica (Daniel Brühl) que regresa a su ciudad tras una prolongada ausencia. Allí se reencuentra con su hermano (Alberto Ammann) y con su amor de juventud (Marta Etura), que esconden heridas sentimentales muy mal cicatrizadas. Pero el encuentro más inquietante es con Eva, una adolescente misteriosa cuya estrambótica madurez esconde sin duda algún secreto.

Eva es una película de corte estilizado y un abrumador calado visual que, a decir verdad, casi nada tiene que ver con los parámetros estéticos que se casi siempre se estilan en los vacuos intentos de moldear algo así como un cine fantástico español. El público de Sitges, mucho más selectivo de lo que puede indicar el cliché paródico filo-freaky, conectó a las mil maravillas con el molón rollo high tech propuesto por Maíllo. Apetecía además cruzarse con Lluís Homar por el hall del Hotel Meliá –centro de operaciones del festival– y charlar un rato con él a propósito de su estupendo personaje –evitemos los spoilers– casi un sosias del Robin Williams de esa maravilla incomprendida llamada El hombre bicentenario.

También pudimos sumergirnos ayer en Contagio, especie de variación sobre Traffic en la que Steven Soderbergh cambia el tráfico de drogas por un virus que amenaza con destruir el mundo. Tiene su gracia el planteamiento coral de la narración, que obliga a que algunas estrellas/amiguitos den vida a personajes tan breves que apenas son apuntes (Paltrow, Winslet, Cotillard). Concebida como una peli de catástrofes setentera, con evidentes aromas del Estallido de Wolfgang Petersen, Contagio explota la decente vena comercial de su director. Es un dardo emponzoñado contra las industrias farmacéuticas que sistemáticamente quieren colarnos goles llamados Gripe A, aviar, porcina o cómo narices se llame. Claro que a su vez resulta también un relato algo plomizo y bastante sobado empeñado en telegrafiar todos los matices de su previsible argumento. Bueno, y además que alguien me cuente a qué viene ese happy end tirando a complaciente que nada tiene que ver con lo que a uno se le antojaba intuir en el alborotado y tantas veces brillante magín de Soderbergh. Eso sí, a partir de ayer voy a pensármelo dos veces antes de entrar en un restaurante chino.

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