"Ver a Eleven significa chapita": Crítica sin spoilers de 'Stranger Things' 4T

Analizamos la primera parte de la última temporada de la serie estrella de Netflix. OJO: solo compartimos información accesible en el tráiler.
Imagen promocional de 'Stranger Things'
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Netflix
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Todo final tiene un principio, reza el tagline de la última temporada de Stranger Things. Lo cierto es que, sea intencionado o no, sea casualidad o marketing, esta frase promocional es bastante esclarecedora. Para terminar, Stranger Things necesitaba empezar. Es decir, necesitaba material, recuerdos, personajes, enemigos. La serie de los hermanos Duffer lleva tres temporadas caracterizándose por una ausencia absoluta de sedimento narrativo. 

El enemigo era siempre el mismo, el Demogorgon, pero no tenía personalidad. Era un monstruo al que derrotar, un monstruo que hipnotizaba al chaval más débil de un grupo de amigos. Las temporadas se sucedían con inicios similares -todo está bien, Hawkins es un lugar apacible en el que solo importan los clásicos problemas de adolescentes-, se desarrollaban entre nostalgia e investigaciones en bicicleta y se resolvían sin grandes sacrificios. 

Sí, moría gente, pero era gente que habíamos conocido hace dos episodios. Sí, había revelaciones nuevas, pero no ofrecían continuidad, no establecían nexos con ningún conocimiento o dato previo, solamente eran parches en una trama cuya ambición era mayor que su pasado.

Imagen de 'Stranger Things 4'
Imagen de 'Stranger Things 4'
Cinemanía | Courtesy of Netflix

Así, el primer enemigo con rasgos propios, la primera amenaza con carácter, llega cuando estamos a punto de decir adiós. Vecna, bautizado por un personaje del juego de rol Dragones y Mazmorras, es un ser de aspecto semi humano que, al contrario que sus predecesores más primitivos, parece tener un plan, un discurso y unas intenciones. La sensación de gravedad que impregna toda esta temporada viene marcada por sus acciones. 

Nuestros protagonistas han dejado de padecer el embrujo de una dimensión caprichosa, o de unos rusos que se comportan como malvados porque, claro, son rusos. Por fin han dibujado a un malo a la altura de las circunstancias. Esto, por primera vez, convierte a Stranger Things en una serie con expectativas, con voluntad de trascender, y no solamente de llegar hasta el final para poder reiniciarse. Lamentablemente, lo hace justo al acabar.

Todos los elementos de la serie se han expandido para poder arropar esta nueva llegada. Las localizaciones son un ejemplo evidente. Nuestros aventureros ya no se mueven únicamente entre el centro comercial y la cabaña del sheriff. Hay viajes a otros estados, viajes a otros países, aparecen personas con nombre y apellido que jamás han pisado Hawkins. El tono adquiere una dimensión adulta y lo hace sin reparos. 

Imagen de 'Stranger Things 4'
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Courtesy of Netflix

Hay escenas violentas, terroríficas para niños y mayores. Lo gore hace presencia una y otra vez, asociando a Vecna con un miedo real y característico. Los Duffer han entendido, tarde, que Stranger Things era una serie de terror, y con ellos, lo hemos entendido los demás. Ahora, cabe preguntarse: si la serie ha adivinado cuál es su camino tras necesitar tres temporadas, ¿qué nos hacía amarla en un primer lugar?

Bueno, la nostalgia tenía parte de culpa. Es evidente que es un valor solo válido en el corto plazo. La cuarta temporada, de hecho, ha decidido renunciar prácticamente a ella, o al menos, sustituirla por su primo más atractivo, el homenaje. Un giro que favorece la reinterpretación y no se contenta únicamente con el guiño. 

Pero durante las primeras temporadas, ver a los muchachos disfrazados de Cazafantasmas o hacer referencia a chucherías ya extintas, contentaba a un grupo muy concreto de fans. De esa fuerza nació la tercera temporada, quizás la más nostálgica y compacta de todas. Todo giraba alrededor de una misma localización, un centro comercial. Todo se apoyaba en una experiencia. 

Imagen de 'Stranger Things 4'
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Courtesy of Netflix

Es más, todo se levantaba desde el consumo. Stranger Things era un anuncio viviente, era una valla en la carretera, había renunciado a ser capaz de crear algo nuevo, solo apelaba a la morriña de su audiencia. Incluso a una morriña propia: se le daba tan bien hacernos echar de menos algo que jamás habíamos conocido, que empezó a referenciarse a sí misma, haciéndonos echar de menos los primeros episodios.

El otro motivo que nos hacía disfrutarla y no ahogarnos en su nostalgia o en su dejadez, eran sus personajes. Este elemento es clave y persiste en su cuarta temporada. Qué bien cae esta gente, maldita sea. Todos los chicos y chicas están tan bien definidos, son ampliados en sus personalidades e inquietudes de maneras tan inteligentes, que te permiten empatizar con ellos por separado o en cualquiera de las combinaciones que el destino les congregue

El acierto de juntar a Dustin con Steve en la tercera temporada persiste en esta cuarta, junto a otras refrescantes combinaciones repletas de lógica, como hacer a Nancy y Robin amiguísimas o enviar juntos de viaje a Joyce y Murray. Las nuevas incorporaciones funcionan todas. Argayle, interpretado por Eduardo Franco, es un divertidísimo porreta que, al volverse amigo de Jonathan, le resta seriedad y nos lo presenta en un ambiente cómico que le sienta de maravilla. Eddie Munson, interpretado por Joseph Quinn, también está magnífico como reverenciado rey friki y mala influencia adolescente.

Imagen de 'Stranger Things 4'
Imagen de 'Stranger Things 4'
Courtesy of Netflix

El problema sigue siendo Eleven. Lo icónico del personaje de Millie Bobby Brown es directamente proporcional al abandono al que lo someten. Sus rasgos de identidad no cambian, su personalidad sigue siendo principalmente pasiva. Se define por lo que los demás hacen con ella. Sus recuerdos son la excusa barata de los Duffer, también esta temporada, para introducir el peso que al principio de este texto indicábamos que le falta a la serie. 

Acostumbrados a jugar en un universo limitado, la única manera de expandirse era acudiendo a la mente de Eleven. De esta manera, Eleven siempre ha sido un recurso. Esa sensación acaba agotando al espectador. Cuando Eleven sale en pantalla, es sinónimo de pausa. La serie se detiene, habitualmente para tratarte condescendientemente, para explicarte algo que no habían sabido mostrarte. El resto de los personajes son estimulantes, ver sus caras implica emoción. Ver a Eleven significa chapita.

La cuarta temporada de Stranger Things ha, por tanto, entendido los errores del pasado. Para algunos, es demasiado tarde. No van a hacernos más interesante ese laboratorio gris ni van a ser capaces de emocionarnos sin canciones míticas en momentos clave. Para otros, ha llegado justo a tiempo. Han sabido ampliar horizontes y seguir añadiendo profundidad a los miembros más queridos de la pandilla, han abrazado el género y olvidado al público infantil. Este primer tramo funciona gracias a estos aciertos. 

Depende de ellos mantenernos despiertos para aguantar el embiste que representarán los últimos, incluyendo un capítulo final de dos horas y media que todavía no hemos podido ver. Si son capaces de redimir a Eleven, de excitarnos y de asustarnos, conseguirán el final que Juego de tronos no pudo diseñar, aquél que contente a todo el mundo. Si reutilizan sus recursos u ofrecen explicaciones vagas, habrán evidenciado que nunca fueron más que un gran pastiche. Por ahora, se merecen que pongamos otra moneda en la máquina.

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