'Las chicas de oro' de Netflix no van a funcionar

Lo sentimos por Cyndi Lauper y Jane Lynch, pero las jubiladas ochenteras de Miami siguen siendo irrepetibles.
'Las chicas de oro' de Netflix no van a funcionar
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'Las chicas de oro' de Netflix no van a funcionar

Netflix anunciaba el pasado mes de septiembre la puesta en marcha de un reboot de Las chicas de oro protagonizado, entre otras, por Cindy Lauper y Jane Lynch. Será el enésimo intento por revivir el recuerdo de una de las comedias más míticas e icónicas de la historia de la televisión, y todo apunta a que la escritora y comediante Carol Leifer —guionista de Seinfeld está involucrada directamente en la ficción. "Yo tengo casi 60 años y ella tiene 65, y estamos buscando nuestra próxima función, sin haber tenido [ninguna de las dos] marido o hijos. Y habrá otras dos personas que aún no han sido elegidas. Pero es como Las chicas de oro en la actualidad", comentó Lynch sobre un proyecto del que aún se conocen poquísimos detalles.

Sin embargo, el futuro de esa nueva comedia resulta algo incierto, al menos si se tiene en cuenta que todos y cada uno de los remakes televisivos de la ochentera y políticamente incorrecta serie han resultado un fracaso hasta ahora. Quizá porque el listón está demasiado alto.

'Las chicas de oro' de Netflix no van a funcionar

Es cierto que nadie daba un duro por Las chicas de oro cuando fue estrenada en la cadena NBC en septiembre de 1985. A fin de cuentas, pensaban muchos, ¿a quién podría interesarle la vida de un grupo de señoras mayores que comparten casa en Miami?. Sin embargo, la comedia de situación se convirtió en el inesperado fenómeno televisivo de la temporada —su estreno reunió a más de 25 millones de espectadores y se mantuvo entre los diez programas más vistos en Estados Unidos durante seis de sus siete temporadas—.

No fue una broma: la serie acumuló hasta 68 nominaciones a los premios Emmy —de los cuales ganó once— durante su periplo televisivo. La mismísima reina de Inglaterra se enganchó tanto a la serie que escribió una carta a las actrices protagonistas pidiéndoles que realizaran un show en vivo especialmente para ella. Así que a las cuatro mujeres no les quedó más remedio que viajar a Londres y representar en 1988 un episodio en vivo para la familia Windsor.

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Por un lado, Las chicas de oro sirvió para combatir la escasez de papeles femeninos en la televisión de la época y, de paso, empoderar a las mujeres maduras. La ironía y el humor inteligente de sus cuatro protagonistas —bastante naturales y creíbles en sus papeles, todo sea dicho de paso— funcionaba de maravilla. Y eran muchas las mujeres que se veían reflejadas, de una u otra forma, en las aventuras y desventuras de aquellos arquetipos femeninos encarnados por la ingenua Rose (Betty White), la sensual devora-hombres Blanche (Rue McClanahan), la inteligente Dorothy (Bea Arthur) y su impertinente y octogenaria madre Sophia (Estelle Getty).

Durante un total de 180 episodios, las cuatro mujeres vivieron todo tipo de experiencias —también amorosas— y compartieron infinidad de confidencias y preocupaciones, casi siempre alrededor de la mesa de la cocina y comiendo tarta de queso —se dice que las actrices consumieron más de cien tartas durante el tiempo que duró el rodaje—.

Pero hablar de la serie como un producto centrado en los problemas e inquietudes típicas de un grupo de mujeres maduras resultaría tremendamente simplista. Porque pocas series ochenteras han sido tan transgresoras como la comedia creada por Susan Harris.

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Estrenada en plena era Reagan —icono del ultraliberalismo político—, la serie habló, con naturalidad y sin quejas ni restricciones por parte de la cadena, de muchos temas contemporáneos, como la violencia doméstica, el embarazo adolescente o el control de armas.

Desde sus inicios, además, contó con la simpatía de gran parte del colectivo LGTBI. No en vano, la serie abordó abiertamente el tema de la homosexualidad, con la aparición de varios personajes gays y lésbicos —como el cocinero personal de las chicas, el hermano de Blanche o una antigua amiga de Dorothy— que lidian con temas poco trillados aún entonces como la salida del armario, la incomprensión familiar o la peligrosa homofobia interiorizada.

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Tampoco le tembló el pulso a sus guionistas cuando decidieron tratar en un episodio un tema tan espinoso como el sida —que en los ochenta era una enfermedad tremendamente estigmatizada y desconocida—. En ese capítulo, titulado 72 horas y emitido por vez primera en 1990, el personaje de Betty White se muestra bastante preocupado porque piensa que la transfusión de sangre que acaba de recibir podría estar contaminada con el VIH. Preocupada, decide someterse a la prueba del VIH y pone el grito en el cielo cuando el médico le comunica que debe esperar tres días para conocer los resultados.

Los guionistas, dispuestos a hacer algo de pedagogía de concienciación, lanzaron a través de ese capítulo el potente mensaje de que la infección por VIH no era patrimonio exclusivo del colectivo LGTB, ni una enfermedad enviada por Dios como castigo a un estilo de vida pecaminoso —algo que buena parte de la población pensaba entonces—.

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A pesar de su genuino éxito, la serie llegó a su fin en 1992, después de que Bea Arthur —que se llevaba bastante regular con sus compañeras de reparto— comunicara a los responsables de la serie que estaba harta de interpretar a Dorothy y que abandonaba el proyecto.

En cualquier caso, la transgresora serie —bastante sencillita y conservadora en el aspecto formal, eso sí— sería repuesta posteriormente en numerosas ocasiones, para alegría de la potente base de fans —de todas las edades— con la que sigue contando en más de medio mundo. Todavía queda por ver si la ficción de Lauper y compañía, engendrada en plena era Trump, resulta la mitad de moderna que la de sus precursoras.

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