
Estamos de masacres. No sólo podremos disfrutar en pantalla grande de Ven y mira (a veces también titulada Masacre), la película definitiva sobre la campaña bélica más sangrienta de la Historia, sino que también se estrena Quo vadis, Aida? sobre la mayor masacre de civiles perpetrada en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Aunque son dos películas radicalmente distintas, también tienen puntos en común: desde las referencias bíblicas en ambos títulos a la escena de una matanza en la que los dos cineastas tienen que hacer uso necesariamente del fuera de campo. Esos civiles, con sus mujeres y sus niños, que son encerrados para ser luego tiroteados en las dos películas, nos recuerdan que, en lo que respecta al asesinato en masa, el modus operandi siempre suele ser el mismo.
Se han hecho muchas películas sobre la II Guerra Mundial
— Filmin (@Filmin) April 28, 2021
Y nos atrevemos a decir que ninguna como esta. El próximo 7 de mayo, #DíaDeEuropa, reestrenamos en cines "Ven y mira".
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El mapa y el territorio
Klimov nos informa de entrada, como es usual en las producciones históricas, de que estamos en Bielorrusia, año 1943. Independiente desde 1991, la República de Belarús llevaba apenas cuatro años bajo el dominio de la URSS, Stalin se la había anexionado a raíz, precisamente, de su pacto de no agresión con los nazis, firmado en 1939 y roto en 1941, cuando Hitler decidió invadir la Unión Soviética, repitiendo el histórico error de Napoleón.
Entre 1941 y 1943, el territorio fue devastado por la denominada Operación Barbarroja, y Bielorrusia se convirtió, debido a su localización geográfica (como antesala de la URSS), en la república soviética más castigada por la guerra, que aniquiló a entre dos y tres millones de personas, casi un tercio de su población.
De la misma manera que Eisenstein celebró el triunfo de la Revolución, Klimov festejó el 40 aniversario de la victoria sobre los nazis, de ahí que se decantara específicamente por el año 1943, que es el del giro, cuando cambiaron las tornas, cosa que queda plasmada en la película, a partir del momento en el que los partisanos empiezan a ganar terreno sobre los nazis en retirada.
Es a principios de ese mismo año, el 18 de febrero de 1943, cuando Goebbels da su famoso “discurso de la guerra total” en el Sportpalast de Berlín. Los nazis acababan de perder Stalingrado (actual Volgogrado), y el Ministro de Propaganda reconocía el peligro de la derrota, al tiempo que llamaba a tomar medidas “más radicales”: “No podemos superar el peligro bolchevique a menos que usemos métodos equivalentes, aunque no idénticos en una guerra total" .

Tampoco podemos olvidar que, para la barbarie nazi, el enemigo Stalin fue sin duda una fuente de inspiración: “Stalin no debe estar bien de la cabeza”, le comentaba todavía Hitler a Goebbels en 1937, cuando las purgas, “si no, no se explica el carácter sangriento de su régimen”. Naturalmente, Klimov obvia este tipo de emparejamiento del Mal, y tiene muy claro quienes son los enemigos de la patria, amén de que tampoco alude a los excesos de los propios partisanos.
Sin embargo, Ven y mira está muy lejos de ser un canto sin aristas al heroísmo nacional, y se construye más bien como una zambullida en los horrores de la guerra, a través de la mirada, cada vez más alucinada, de un niño, Flyora, encarnado por Aleksey Kravchenko. En sus facciones vemos esculpirse progresivamente el espanto de cuanto ha visto, esas imágenes irreproducibles que el espectador alcanzará a ver, sobre todo, reflejadas en su rostro infantil.
Las polaroids del infierno
Klimov opta por el formato académico, 1.37:1, en vez del panorámico. Es decir, reduce la pantalla para acentuar la sensación de fuera de campo, y encuadrar mejor así los numerosos primeros planos de los personajes, cuyas facciones se van modificando, como decíamos, a medida que avanzan en su aprendizaje del horror. Aunque el académico no es un formato cuadrado como las polaroids, produce un efecto parecido y es el mismo formato que utilizó por ejemplo László Nemes en El hijo de Saúl (2015), con una estrategia muy similar: concentrarse en el personaje, seguirlo en su viaje dantesco, dejando que la pesadilla se adivine a los lados y en el reflejo de sus ojos asustados.
Con esto tampoco queremos decir que Ven y mira eluda del todo mostrar el resultado de la barbarie, ya desde el título nos invita a mirar. Ni es una propuesta tan cerrada como El hijo de Saúl, ni falta violencia explícita, explosiones ensordecedoras, paisajes desolados, tiroteos, escenas de acción y montañas de cadáveres, aunque la escena más inolvidable en este último sentido no la vemos a través de los ojos del protagonista, Flyora, sino de Glasha (Olga Mironova), la chica que le acompaña en su deriva.

Flyora sale corriendo enloquecido de la que fuera su aldea, donde no queda un alma viva, queriendo creer que se han refugiado todos en una isla del pantano. Glasha corre tras él, y es ella la que se gira para ver, en una panorámica, los cuerpos desnudos y amontonados que han sido fusilados por los nazis, una estampa que también evoca, claro está, el holocausto: en Bielorrusia todos los judíos fueron exterminados. Flyora, que no ha visto nada, seguirá adelante como un caballo desbocado, hasta que no le quede otra que reconocer lo que ha sucedido.
El corazón de las tinieblas
Klimov nos invita a seguir a Flyora, incluso a identificarnos plenamente con él a través de la inmersión sensorial total que propone la película, y que se hace evidente cuando, tras el bombardeo del bosque en el que Flyora conoce a Glasha, el sonido ambiente distorsionado transcribe la sordera del muchacho debido a las brutales explosiones de las bombas que han caído a su alrededor. Nadie podría asegurar que ningún árbol sufriera daños durante el rodaje, puesto que en algunas escenas se utilizaron proyectiles reales para acrecentar la sensación de realismo, de inmersión total en la guerra total.
En su viaje al corazón de las tinieblas, Flyora irá perdiendo inocencia y cordura, lo llevará escrito en la cara, pero también en el cuerpo. Ven y mira es rusa hasta la medula, es decir que transmite esa brutal fisicidad que sólo tienen las películas rusas, debido, claro está, a la inclemencia inhumana de su clima y a la rotundidad inapelable de su inmenso paisaje, algo que resulta particularmente palpable en la escena en la que Flyora y Glasha atraviesan el fango del pantano, un poco a lo Luke Skywalker en el basurero de la Estrella de la Muerte, por poner un ejemplo de una galaxia muy lejana. Flyora seguirá avanzando, sin saber muy hacia dónde, despojado de todo, contra los elementos y los alemanes, movido sólo por el deseo de venganza.

Para ser una celebración de la victoria, Ven y mira no va sobrada de épica triunfalista, sino que evidencia la guerra como una experiencia pesadillesca, en la que tampoco faltan alusiones al absurdo, como ese grotesco tótem de Hitler que los partisanos transportan de aquí para allá sin que tenga más razón de ser que un chiste fuera de lugar. A pesar de su carga propagandística, Ven y mira es, en definitiva, una película decididamente antibélica, que condena la natural inclinación del varón por la guerra, más allá del bando en el que le haya tocado luchar.
Juegos de guerra
Aunque uno de los títulos barajados de la película era Matar a Hitler, y esta termina con un epílogo de lo más godardiano en el que se rebobinan imágenes de archivo del nazismo, hasta llegar a Hitler de niño, como evidente raíz del mal (dejando para otra ocasión los crímenes de Stalin), está claro que el carácter antibélico de la cinta está insuflado por un espíritu más humanista y universal.
Al principio de la película, Flyora no es más que uno de tantos niños jugando a la guerra, como lo han venido haciendo desde la antigüedad. Y es jugando cuando encuentra el fusil gracias al que cree que será aceptado por los partisanos en la guerra de verdad, y lo que le lleva a abandonar a su familia, a su madre y a sus encantadoras hermanas mellizas -todas mujeres-, ya que el padre parece desaparecido en combate.
Está claro que Klimov no achaca “las raíces del mal” únicamente al nazismo, sino que percibe una natural inclinación hacia el asesinato en la cultura occidental, así en general. Una inclinación asesina que queda plasmada en el primer plano del ojo de la vaca moribunda, expresión del mudo asombro de la madre naturaleza ante la incomprensible locura destructiva del ser humano.
Entre esos juegos inocentes iniciales, sobrevolados por la amenaza, cual buitre, de un avión alemán, y el primer contacto con la guerra de verdad, Klimov tiene tiempo de celebrar la vida con un panteísta canto a la naturaleza, cuando Flyora conoce a Glasha en lo que, por unos instantes, llega a parecerse al Jardín del Edén, donde se duchan felices con agua natural y ella incluso le baila un ufano charlestón, o algo parecido, en otro de los muchos momentos antológicos de la película, con banda sonora de jazz que brota de la cabeza maravillada de Flyora.
La infancia de Flyora
Si el personaje del niño perdido en la Segunda Guerra Mundial, empeñado en asumir precozmente su rol de guerrero, recuerda inevitablemente al protagonista de la ópera prima de Tarkovski (La infancia de Iván, 1962), ese primer momento panteísta, y en general la lírica fatalista del filme, tampoco tiene mucho que envidiar al poderío del director de El espejo (1975).

Si Klimov está entre mostrar y no mostrar, en ningún momento renuncia a encontrar la belleza, aunque sea en lo más abyecto y desagradable, siempre gracias a la inestimable ayuda de Aleksey Rodionov, su director de fotografía, que no ha tenido demasiadas ocasiones de volver a lucirse, con alguna excepción, como la reciente The Party (Sally Potter, 2017), en la que apostaba por un sereno blanco y negro.
Tanto genio derrochó Klimov en su empeño por lograr la película total de la guerra total –una superproducción bélica que pasara a la historia como auténtico arte–, que ya no volvió a dirigir ninguna película más en los casi 20 años que siguieron al estreno de su último film, el 9 de julio de 1985, en el Festival de Moscú, donde lógicamente se llevó los premios más importantes. Al contrario que otros muchos cineastas propensos a vivir del cuento, tuvo el valor de reconocerse a sí mismo que se le había agotado el talento, que ya lo había dado todo y no hacía falta más.
Dado que ese estreno se produjo a los pocos meses de la llegada de Gorbachov al poder, primer paso para el progresivo desmantelamiento de la URSS, también hemos de ver Ven y mira como la última gran película del cine soviético, el fin de una era.
En cualquier caso, vista hoy, restaurada y en pantalla grande, la obra maestra de Klimov no ha perdido ni un ápice de su fuerza, y nos embarca, una y otra vez, en un viaje alucinado de gran belleza macabra, que es toda una sacudida para los cinco sentidos, porque además de ser una experiencia audiovisual total, también nos deja el regusto amargo de la guerra, como si la hubiésemos tocado y olido, como si hubiésemos estado ahí, y no pudiésemos dejar de buscar nuestro reflejo en el rostro espantado de Flyora, nuestro compañero de viaje, como si fuésemos Glasha, la rubia bailarina.
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