'El crepúsculo de los dioses': Así resucitó Billy Wilder a las estrellas del cine mudo

Para su morbosa mirada a Hollywood, el director de 'Con faldas y a lo loco' contó con algunos de los talentos que fundaron la Meca del cine.
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'El crepúsculo de los dioses': Así resucitó Billy Wilder a las estrellas del cine mudo

El crepúsculo de los dioses, la obra maestra de Billy Wilder sobre el ocaso de una estrella de cine, no es solo una de las miradas más crueles que Hollywood ha echado a sus propios entresijos. Este filme, cuyo estreno en 1950 hizo que algunos magnates de la industria quisieran ver muerto al director de Con faldas y a lo loco, narró la decadencia de las figuras del cine mudo… y, haciéndolo, también consiguió que varias de ellas volviesen a la actualidad. O, al menos, tuvieran una ocasión para reírse de su pasado.

Una de las primeras grandes divas del cine, dos directores cuyas ambiciones dejaban en mantillas a las de Coppola, Kubrick o Nolan, un genio absoluto de la comedia y una de las figuras más peligrosas (pero de verdad) que han pululado jamás por la Meca del cine se dan cita en sus fotogramas. Y algunas de ellas, además, en papeles muy destacados. Disfruta a continuación leyendo sobre sus vidas y milagros.

Gloria Swanson (Norma Desmond)

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Para encontrarle un rostro a la decadente Norma Desmond, Wilder y su socio Charles Brackett cortejaron a un gran número de estrellas veteranas (Mary Pickford, Mae West, Pola Negri…) en entrevistas que tendían a lo catastrófico. Afortunadamente, Swanson (51 años por entonces) aceptó el papel aconsejada por su amigo George Cukor. Con ella, El crepúsculo de los dioses ganó a una actriz principal que sabía de qué iba el tema, y que colaboró con el director estrechamente para que el filme le hiciera justicia.

Tras debutar en el cine en 1914, Swanson había tenido tiempo de rodar docenas de películas, ser nominada a dos Oscar (la tercera candidatura le llegaría por esta misma película), rechazar contratos por valor de un millón de dólares, casarse con un aristócrata francés (al que puso los cuernos con Joseph P. Kennedy, el padre de John y Bobby), fundar su propia productora y tirar su carrera por la borda (o casi) embarcándose en el delirante rodaje de La reina Kelly, una película de la que volveremos a hablar aquí y que aparece, proyección mediante, en la cinta de Billy Wilder.

Ahora bien: si piensas que la vida de Swanson en 1950 era tan patética como la de Norma Desmond, estás muy equivocado: más lista que el hambre, la actriz había abandonado Hollywood en los años 30 para reciclarse como presentadora de radio, y después como presentadora de TV. Su rescate por parte de Wilder no se tradujo en el ansiado Oscar y se quedó corto a la hora de relanzar su carrera, pero obtuvo estupendas críticas y un hermoso tributo de una compañera de profesión: tras la premiere de El crepúsculo de los dioses, una Barbara Stanwyck en el cénit de su fama se arrodilló frente a Gloria y besó la orla de su vestido.

Erich Von Stroheim (Max Von Mayerling)

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Como hemos señalado, el rodaje de La reina Kelly fue uno de los mayores reveses en la carrera de Swanson. Y ¿quién dirigió esa película? Pues este mastuerzo con monóculo, que se hacía pasar por noble austrohúngaro cuando en realidad era el hijo de un sombrerero. Dado que Swanson y él se habían llevado a matar durante la aciaga producción, Wilder (con quien ya había trabajado en Doce tumbas al Cairo) dio una prueba más de su humor negro contando con él para interpretar al mayordomo de El crepúsculo de los dioses.

Tras emigrar a EE UU y trabajar como especialista en el Hollywood incipiente, codeándose de paso con D. W. Griffith y otros grandes, Stroheim llegó a la fama como actor (su especialidad eran los villanos viscosos, hasta el punto de que se le promocionaba con el eslogan "El hombre al que adoras odiar") y también como director. Dramones llenos de morbo como Esposas frívolas La marcha nupcial le consagraron como un esteta tan fastuoso como amante de la sordidez y (según prueban los 239 minutos de la versión completa de Avaricia) sobrado de ambición. Normal que los ejecutivos de la industria, con Irving Thalberg a la cabeza, le odiaran a muerte.

Por desgracia, el cataclismo que supuso La reina Kelly sentenció su carrera tras la cámara, aunque siguió actuando en filmes tan estupendos como La gran ilusión. Durante las dos películas que rodó con él, Wilder tuvo muchas ocasiones para comprobar que tanto su ego como su talento de cineasta seguían vivos y bien. De hecho, el director recordaba que Stroheim le proporcionó muchas grandes ideas durante el rodaje de El crepúsculo de los dioses. La mayoría de esas aportaciones eran estupendas, pero muy pocas de ellas habrían pasado la censura.

Cecil B. deMille

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¿Uno de los directores cruciales de Hollywood, capaz de marcar el curso de la historia del cine durante cuatro décadas largas? ¿Un bastardo traicionero y megalómano con el refinamiento de un gato de escayola? Pues seguramente ambas cosas: DeMille era el representante de lo mejor y lo peor del cine-espectáculo, de modo que es normal que Wilder contase con él para el clímax de El crepúsculo de los dioses.

Resumir su carrera como cineasta nos llevaría un artículo entero, así que dejémoslo en unos pocos datos previos a su trabajo con Wilder. Dirigió el primer largometraje rodado en Hollywood (The Squaw Man), el cual probablemente también fuera el primer filme sobre una historia de amor interracial. Codificó lo que ahora entendemos por "superproducción" con cintas como Rey de reyes, El signo de la cruz, Las cruzadas y, por supuesto, la primera versión de Los diez mandamientos. Y con Macho y hembra Madame Satán, entre otras, demostró ser un maestro en el arte de compaginar la moralina (para satisfacer a los censores) con abundantes dosis de morbo (para mantener al público pegado a la pantalla).

Feroz derechista, partidario de Joe McCarthy y su 'caza de brujas' y enemigo de los derechos laborales en Hollywood, DeMille no gozaba en 1950 de las simpatías de los directores más jóvenes (como Wilder). Pero sí seguía siendo un maestro en llenar salas con espectadores ávidos, como demostró el triunfo de su segunda versión de Los diez mandamientos (con Charlton Heston, Yul Brynner Anne Baxter) en 1956. Para bien, para mal o para lo de en medio, su legado sigue vivo en Hollywood… y lo que le queda.

Buster Keaton

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Rodada por Wilder de forma siniestra, pesadillesca incluso, esa partida de cartas que reúne a Norma Desmond con viejos compañeros de plató es uno de los momentos más morbosos de El crepúsculo… De hecho, viéndola uno apenas diría que uno de los mayores talentos de la gran pantalla podía prestarse a algo así. Pero así fue: sin Buster Keaton, ni la comedia ni el cine de acción serían tal y como los conocemos ahora.

Nacido en una familia dedicada al show business, y aclamado acróbata de varietés cuando aún no levantaba tres palmos del suelo, Keaton debutó como director y como actor en 1917, dando pruebas de un talento casi sobrenatural en ambas facetas. Cintas como Tres edades, El rey del río El moderno Sherlock Holmes le revelaron como un maestro de las stunts imposibles (aunque para realizarlas tuviera que fracturarse una vértebra o dos) y como un cineasta amante de los experimentos formales. Por desgracia, el fracaso de su obra maestra El maquinista de la General en 1926 hizo que su carrera fuese cuesta abajo.

Las historias sobre el alcoholismo de Keaton, y sobre sus problemas mentales, son tan morbosas como golosas, pero sentimos decepcionarte: en 1950, el actor y director empezaba a levantar cabeza gracias a la TV. La pequeña pantalla no solo familiarizó con sus películas a una nueva generación de espectadores, sino que también le permitió reciclar algunos de sus viejos números de cabaret, fascinando al público con la fuerza y la agilidad que lucía siendo ya casi sexagenario. En 1959, la Academia le otorgó un Oscar honorífico.

Anna Q. Nilsson y H. B. Warner

'El crepúsculo de los dioses': Así resucitó Billy Wilder a las estrellas del cine mudo

No todos los rostros a los que acudió Wilder para El crepúsculo de los dioses fueron tan cruciales como los de Swanson, Von Stroheim o Keaton. Sin ir más lejos, los otros dos compañeros de timba de Norma Desmond requieren un conocimiento bastante profundo del cine primigenio para localizarlos.

Comencemos con Anna Q. Nilsson, actriz y modelo de origen sueco que llegó a ser aclamada como "la mujer más hermosa de EE UU" y a recibir más de 3.000 cartas de fans al día. Un accidente de equitación en 1928 y la llegada del cine sonoro la hicieron descender del estrellato, aunque mantuvo una prolífica actividad como actriz de reparto: su filmografía llega a los 200 títulos.

En cuanto a H. B. Warner, londinense de nacimiento, llegó a la fama interpretando a Jesucristo en Rey de reyes (a las órdenes de Cecil B. DeMille, qué coincidencia) para después, ya en los años del sonoro, convertirse en presencia habitual en las películas de Frank Capra, como Caballero sin espada ¡Qué bello es vivir!.

Hedda Hopper

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Si buscas un rostro auténticamente siniestro en El crepúsculo de los dioses, olvídate de Norma Desmond. Aunque solo tenga un cameo, esta periodista de cotilleos que mantuvo a Hollywood en su puño de hierro durante décadas se merece ese lugar. No en vano solía referirse a su mansión de Beverly Hills como "la casa que construyó el miedo".

Ahora bien: por la cuenta que le traía, Billy Wilder sabía que tener amistades en la prensa era crucial, de modo que estaba en buenos términos con Louella Parsons, la archienemiga de Hopper en el mundo del gossip. ¿Por qué contó con Hedda, entonces? Pues porque esta tenía experiencia como actriz, habiendo actuado en numerosos filmes durante los años del cine mudo. Un campo que abandonó en los años 30 en favor de una actividad que algunos llamarían "periodismo" y otros "chantaje".

Entre las 'hazañas' de Hopper (a quien tal vez recuerdes con el rostro de Judy Davis en la serie Feud) estuvo la de arruinar las carreras en Hollywood de Charles Chaplin, Ingrid Bergman y el guionista Dalton Trumbo, a quienes detestaba por sus simpatías izquierdistas y el mayor o menor libertinaje de sus vidas privadas. Fiel aliada de McCarthy, la periodista dedicó sus largos años de carrera a azuzar el machismo, la homofobia y la intolerancia política en el cine. Y, en general, a ser más mala que el bicho que picó al tren.

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