[Atlàntida Film Fest 2019] Tres joyas francesas que no hay que perderse por nada de Europa

Tres de las mejores películas del festival de cine online (en Filmin hasta el 1 de agosto) van a contribuir a que tu veranos sea de lo más francófono.
[Atlàntida Film Fest 2019] Tres joyas francesas que no hay que perderse por nada de Europa
[Atlàntida Film Fest 2019] Tres joyas francesas que no hay que perderse por nada de Europa
[Atlàntida Film Fest 2019] Tres joyas francesas que no hay que perderse por nada de Europa

[Todas estas películas están disponibles del 1 de julio al 1 de agosto en el Atlàntida Film Fest de Filmin]

El mayor festival de cine online, una iniciativa de Filmin, se concentra en la producción europea. Normal, es la más potente del viejo continente, además de tercera productora mundial, y segunda exportadora, a buena distancia de Hollywood. Normal pues también que, a la hora de seleccionar tres de las mejores películas de la programación, nos decantemos por películas francesas. No nos tachen de chauvinistas, sino de espectadores con gusto exquisito.

A Paris Education aka Mes provinciales, de Jean-Paul Civeyrac: Prefacio a la vida de cineasta

Alguien dijo que esta película podía situarse entre el cine de Philippe Garrel y el de Xavier Dolan, pero quizás, en cuanto a lo segundo, estaría pensando más bien en Christophe Honoré, pues no hemos detectado nada, por suerte, que pueda hacer pensar en el quebequés. En cualquier caso, puestos a situar el noveno largo de Jean-Paul Civeyrac en una cuerda de funámbulo entre dos cineastas, seguiría estando mucho más cerca de Garrel, aunque la comparación le venga grande, que de Honoré.

Ahí está el divino blanco y negro (fotografiado por Pierre-Hubert Martin), el romántico atormentado que va de cama en cama, el París más melancólico, y la pasión por el cine por encima de todo. La primera chica que aparece en escena es además Jenna Thiam, que protagonizó L'indomptée (2016), el notable primer largo de la encantadora Caroline Deruas –actual esposa y coguionista de Philippe Garrel– donde rememoraba, en clave de autoficción, la estancia en Roma de la feliz pareja.

Es fácil imaginar que Mes provinciales también es una película autobiográfica. Como el director, el (demasiado) ensimismado Andranic Manet (Reparar a los vivos), llegó a Paris de su Lyon natal para hacer cine, y la película se construye como una batalla perdida entre aquellos estudiantes, llamados a triunfar, que consideran que el cine empieza con Spielberg y termina en cualquier franquicia, y los que seguirán buscando la pureza del plano hasta la muerte. Personalmente, me identifico más con esa profesora de París 8, que habla de “un segundo Renacimiento italiano”, para referirse a ese periodo, entre los 50 y los 70, cuando en la bota de Europa se facturó el mejor cine del mundo. Una profesora abierta de miras, que pone al mismo nivel Antonioni y Rossellini que Argento y Leone.

Película larga, de casi 140 minutos, Mes provinciales concentra la esencia de lo francés, o más exactamente de lo parisino, esa capital que imanta a los provincianos que quieren hacer algo que se salga de la vida ordinaria. Están esas fiestas en pisos, donde la manera de divertirse es pontificar muy seriamente sobre cuestiones éticas, filosóficas, políticas o literarias, mientras se sorben, lúgubremente, oscuras copas de vino. Y esos momentos de soledad, en los que el protagonista lee libros de austeras tapas blancas, firmados por Novalis, Flaubert, Pasolini o Drieu La Rochelle, y tiene la desfachatez de leer citas en voz alta. Clichés, obviamente, casi una postal de ese París soñado que luego sólo encontramos en las películas.

Eso, para los que tenemos esas fantasías en blanco y negro que nada tienen que ver con nuestro hispánico día a día, en donde todo lo que tenga que ver con la literatura o el cine (considerado como una de las bellas artes) se despacha airadamente por “pretencioso”. Así pues, esta pequeña joya, trasladada a esta parte de los infranqueables Pirineos parece diseñada para llevarse un puñado de fans, y una masa de tuiteros iracundos. En el caso, por supuesto, de que aquellos se dignen a verla.

La isla del tesoro aka L'île au trésor, de Guillaume Brac: Un paraíso particular

Es tan distinta, que forma una perfecta pareja de baile con Mes provinciales. Como Civeyrac, Brac también es un cineasta con cierta trayectoria, formado en La Fémis, y bastante desconocido en nuestro país. Pero la propuesta es radicalmente opuesta. No transcurre en París, sino en las afueras. No es invernal, sino completamente veraniega, y tampoco es una ficción autobiográfica en romántico blanco y negro, sino un documental a todo color, que transcurre en el desconchado parque temático del título, unos baños populares en los que el uso preceptivo del bañador anula las distinciones sociales.

Llega el verano, y los parisinos se evaden de la canícula en la isla de Cergy-Pontoise, mientras los que controlan el lugar, aislados en su búnker, meditan cómo aumentar las medidas de control y/o seguridad, cual metáfora de una sociedad que cada día es un poquito más estado policial. Este colorista y costumbrista mosaico de gentes, en el que intervienen desde un grupo de chavales que trata de colarse a adolescentes que ponen en práctica distintas prácticas de ligoteo, pasando por los más ancianos del lugar, que conocieron la isla cuando todavía era un territorio salvaje no atestado de bañistas, puede recordar a Tati (Las vacaciones de Monsieur Hulot), Rohmer (La rodilla de clara, El rayo verde, El amigo de mi amiga) o a Kechiche (Mektoub, My Love), como también al corto Leyenda dorada, de Ion de Sosa y Chema García Ibarra, que transcurre en una piscina pública y se presentó en la pasada Berlinale. Pero al mismo tiempo se intuye que es puro Brac.

El realizador venía a esta misma isla cuando era pequeño, y ha rodado aquí el primer cuento de su última ficción, Contes de juillet, un díptico rodado con alumnos de arte dramático que también habla del verano y de sus amores fugaces… Brac está en definitiva íntimamente atado a esta isla, como si fuera el paraíso perdido de la infancia, un sitio todavía inocente y agradable al que volver, como cuando abrimos un libro de Robert Louis Stevenson, el maestro del estilo invisible. Como Mes provinciales quizás tampoco sea una obra maestra, en imponentes mayúsculas, pero el encanto del cine que nos gusta también lo encontramos en las películas pequeñas y modestas. Sobre todo cuando aportan un frescor inusitado, que nos hace sentir como alegres bañistas.

Amin, de Philippe Faucon: En la cama del cine social

Que ya conozcamos a Faucon por Fatima (2015) hace tanto o más preocupante que no se haya estrenado en salas comerciales la subsiguiente Amin, con el que forma un díptico de lo más recomendable. El problema, quizás, es que el cineasta nacido en Marruecos peca de discreto. Sobre el papel, no firma películas atractivas. Fatima hablaba de los problemas de una emigrante friegasuelos, que los sacrificaba todo por la educación de sus hijas, mientras que Amin se presenta como una historia de amor interracial entre una burguesa francesa (la gran Emmanuelle Devos) y un emigrante senegalés (Moustapha Mbengue).

Nada demasiado excitante, ¿eh? Podemos temer dos cosas: por un lado, una de esas populares películas que protagoniza el tan terrible como temible Omar Sy, o, cine social antiguo, sin la cámara nerviosa o los planos de cogotes de unos Dardenne que, por otro lado, cada día están más desfasados. Pero luego, si uno supera los prejuicios y se molesta en verlas, obtiene una recompensa inesperada. Resulta que son magníficas.

Faucon está más cerca de la madurez, inteligencia y maestría de cineastas africanos ligados a la francofonía como un Sissako o un Karim Moussaoui. Digo Sissako, probablemente porque el protagonista es senegalés, y porque buena parte del filme se desarrolla en su país de origen, donde su hermosa joven mujer espera, aguantando como puede en una casa demasiado pequeña, con la prole de la familia. Brutal y preciosa la escena en la que la mujer se lava en la ducha, antes de recibir a su marido. Faucon se lo toma con calma, Devos no aparece hasta la mitad del metraje. Primero vemos a Amin, y a sus compañeros de trabajo, en el deprimente centro de asilo donde viven, o en la obra, o lidiando de manera distinta con sus respectivas soledades y problemas.

Luego, cuando trabaja en el jardín de la burguesa, amargada por un ex marido tan estúpido como sólo saben serlo los hombres despechados, ella simplemente le ofrece un vaso de zumo, y le toma la mano. Corte y los cuerpos acaban entremezclándose en la cama, aunque ambos saben que sólo puede tratarse de un amor fugaz, de mutuo consuelo, rechazado por todos. Y lo aceptan con serenidad, como serena es la película, tan pura en todos sus planos, tan hábil al transitar por los inevitables lugares comunes (salvo quizás una caída demasiado anunciada), como exquisita en el montaje y en unas elipsis que se aplauden con entusiasmo. Una película corta, que no menor, modesta que no simple, y definitivamente exquisita.

Una película que sabe conjugar lo social con lo íntimo, que no convierte a sus personajes en marionetas, sino en personas que saben escapar, aunque sea momentáneamente, a las etiquetas que les otorga tanto la realidad como la ficción. Una película que le hubiese encantado a Annabelle Lit (Sophie Verbeeck) –sí, como Annabel Lee, pero apellidada “cama”–, uno de los muchos amores del protagonista de Mes provinciales, que se erige como un reproche viviente para esos estudiantes de cine que no saben maridar lo artístico con lo político. Faucon es el vivo ejemplo de cómo conseguirlo.

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