'Annie Hall': misterioso enamoramiento en Manhattan

La película definitiva sobre la crisis de los 40 ya ha cumplido más de cuatro décadas, pero esta obra maestra de Woody Allen sigue igual de inteligente y divertida.
'Annie Hall': misterioso enamoramiento en Manhattan
'Annie Hall': misterioso enamoramiento en Manhattan
'Annie Hall': misterioso enamoramiento en Manhattan

Los 40 son algo así como una Nochevieja que durase todo un año. Un momento de tomar grandes decisiones con la vana esperanza de que algo puede cambiar en tu vida. Woody Allen, tan mortal y tan humano, no podía mantenerse al margen de ello.

Cuando cumplió los 40 y echó la vista atrás, descubrió que era una caricatura de sí mismo. Literalmente. Un bufón pelirrojo, despeinado y desmadejado que hacía las delicias del público. No en vano, en breve su caricatura tendría forma de tira cómica con Inside Woody Allen, dibujado por Stuart Hample.

'Annie Hall': misterioso enamoramiento en Manhattan

Era una posición que, desde luego, no agradaba a un tipo ambicioso como Allen. Y mucho menos cuando los 40 le habían pillado de regreso del rodaje de La última noche de Boris Grushenko en Francia y Hungría, y se encontraba exhausto. Bien es cierto que el mal tiempo, las intoxicaciones alimentarias y las lesiones de tan accidentado rodaje (Woody se fastidió la espalda de una manera muy allenesca: resbalando frente a la Torre Eiffel), tampoco ayudaban.

Tras el viaje, tomó la firme determinación de no volver a rodar en el extranjero, ni tan siquiera lejos de Nueva York, de sus cenas diarias con amigos y sus sesiones de clarinete. Promesa que mantuvo durante 20 años hasta que Todos dicen I Love You (primero) y el dinero de Jaume Roures (después) se interpusieron en su camino.

Así que Woody, para su sexto filme, escribió la historia más neoyorquina que imaginarse pudiera: Anhedonia, el nombre de la patología de aquellos que son incapaces de ser felices, el mal que aquejaba a Alvy Singer, su particular héroe inconformista aficionado a regalar libros con la palabra “muerte” en el título.

Inspirado en pensamientos reales

En principio, aquello iba del asesinato de un profesor universitario (lo que después se convertiría en Misterioso asesinato en Manhattan), pero, a medida que Allen y su coguionista Marshall Brickman paseaban por Central Park como Alvy y Rob hacen en la película (su curioso y peripatético método de escritura), la historia iba transformándose en una ‘película-río’, un monólogo interior sobre la crisis de los 40 de un cómico, que va hilando recuerdos y anhelos.

Cuánto de Woody hay en ese Alvy Singer y cuánto es inventado sigue siendo objeto de debate. En sus memorias (Ahora y siempre), Diane Keaton escribió: “Todos asumieron que Annie Hall era la historia de nuestra relación. Mi apellido es Hall. Woody y yo tuvimos un romance importante (al menos desde mi punto de vista). Yo quería ser cantante y me cuesta expresarme”.

Para Woody, sin embargo, Annie Hall está muy lejos de su realidad, como reconocería a Rolling Stone en 1989: “Lo que el público piensa que es autobiográfico casi nunca lo es, y está tan exagerado que es virtualmente irreconocible para las personas que lo han inspirado. A la gente se le metió en la cabeza que Annie Hall era autobiográfica, y no pude convencerles de lo contrario. Si el protagonista es un cómico o un escritor, es porque así lo puedo interpretar, cosa que no puedo hacer si es un físico nuclear”.

Eso sí, en 1977 no dudaría en reconocer al New York Times: “Hay un aspecto claramente autobiográfico en el filme: he pensado en el sexo desde que tengo uso de razón”.

El rodaje en casa le sentó de maravilla a Woody, si hacemos caso de las palabras de Keaton: “Rodar Annie Hall no costó nada. [...] Nadie tenía grandes esperanzas en el filme. Tan sólo nos lo pasábamos bien recorriendo Nueva York de un sitio para otro”.

Allen reescribía constantemente, y tan pronto cambiaba los orígenes de Alvy al toparse con la montaña rusa de Coney Island como animaba a Keaton a ser “ella misma”, e incluso a vestirse con su propia ropa (o, según ha confesado, con la ropa que birló a parte del elenco de El padrino).

Woody rodeó a Diane de un puñado de actores prácticamente debutantes con pequeños papelitos que se convertirán en estrellas del cine de los 80: Christopher Walken, Jeff Goldblum (“Se me olvidó el mantra”) o Sigourney Weaver. A ellos se sumaron los cameos del músico Paul Simon y del teórico de la comunicación Marshall McLuhan, en la célebre escena de la cola del cine (“¡Cielos, si la vida pudiera ser siempre así!”), después de que tanto Federico Fellini como Luis Buñuel declinaran la oferta.

A menudo, a Woody Allen se le infravalora considerándole un mero guionista (¡cómo si eso fuera sencillo!), pero basta ver cómo divide la trama desde un punto de vista cromático en Annie Hall, con la inestimable ayuda de un genio como el director de fotografía Gordon Willis, con el que colaboraba por vez primera, para desenmascarar esa simpleza.

Las escenas del romance entre Alvy y Annie están rodadas con una luz mortecina, en días nublados o atardeceres, porque para Woody “esa es la luz más romántica”; el pasado con preeminencia de amarillos y dorados, el color de la nostalgia; y la odiosa California inundada de luz solar porque “todo el mundo está tan blanco que parece que se van a evaporar”.

Y eso es sólo el principio, Willis y Allen recurren a toda clase de técnicas, de la pantalla dividida a los subtítulos, de la ruptura de la cuarta pared a la animación, en un festival de lenguaje narrativo sin parangón en su época.

El canon Woody

La felicidad, sin embargo, acabó en la mesa de edición. La película duraba casi tres horas y el público no la entendía. Allen tuvo que tomar una decisión drástica: de todas las cuitas de Alvy, sólo su historia de amor con Annie podía sobrevivir.

El nuevo corte, que supondría el gran éxito del filme, fue una decisión amarga para Woody. Ralph Rosenblum, montador del filme, escribió en sus memorias que “parte del material más libre, divertido y sofisticado que Woody haya jamás creado” se perdió, como la escena de un partido de baloncesto entre los Knicks y los grandes filósofos de la historia.

Así, en la conferencia de prensa de presentación de A Roma con amor, Woody recordaba con amargura: “Nadie entendió nada de lo que pasaba en pantalla. Solo les preocupa la relación entre mi personaje y el de Diane Keaton. Eso no era lo que yo quería mostrar, sino una pequeña parte del gran lienzo. Al final, tuve que reducirlo todo a Diane Keaton y yo, y me sentí muy decepcionado”.

No ocurrió lo mismo ni con el público ni con la crítica. La consecuencia fueron cinco nominaciones a los Oscar, donde obtuvo cuatro estatuillas, a saber: película (primera comedia en lograrlo desde Tom Jones ¡en 1963!), dirección, guion y actriz.

Por supuesto, Woody, genio y figura, pasó olímpicamente de la ceremonia, tal vez haciendo suyo el pensamiento de Alvy (“¡Cinco mil kilómetros en avión! Vamos, ¿te das cuenta de lo que representa eso para mi estómago?”) y se fue a tocar el clarinete al Michael’s Pub, iniciando así su historia de desamor con la Academia.

Hoy, mal que le pese a Allen, Annie Hall está considerada un clásico: para el American Film Institute figura en el puesto 31 de las mejores películas estadounidense de la historia, y en el número cuatro de las comedias; en 2015, el Sindicato de Guionistas la consideró la mejor comedia de la historia.

Woody dejó de ser un bufón para convertirse en autor, acuñando el ‘canon Woody’ con el que sus fans se han deleitado durante décadas: gente de clase media con intereses culturales que sufre de amor en entornos urbanitas. El vestuario de Keaton, sus chalecos, sus corbatas, sus pantalones, se han convertido en un icono de la moda femenina.

Pero, para algunos críticos, su influencia va mucho más allá. Así, un Peter Bradshaw sorprendentemente desatado defendía en The Guardian que Annie Hall es la madre de una nueva manera de entender la comedia, que va de Seinfeld a Larry David, pasando por Sexo en Nueva York o El séquito. Por no hablar de una reciente deudora como La La Land.

Parece evidente, pues, que hay un antes y un después de Annie Hall: para Woody Allen, para la historia del cine y para el amor en una pantalla. Como resumía su director en una entrevista con Richard Schickel: “Mi generación creció al abrigo de las películas de Hollywood, un cine que representaba un concepto del amor con un final invariablemente feliz. Pero ese no parecía ser el caso en la vida real. Allí donde mirara, en casi todos los casos, las cosas eran muy diferentes”.

Y lo siguen siendo. Y eso es lo que hace enorme a Annie Hall, una película que nos fascina porque reconoce que nunca podremos responder a la gran pregunta de por qué se acaba el amor.

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