CINEMANÍA nº 240

Woody Allen : 80 años en 80 títulos
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DIRECTOR´S CUT: LAS 3 MENTIRAS DE ALLAN STEWART KÖNIGSBERG

1. SEPTIEMBRE. Dicen los que saben que septiembre no es el mejor mes para celebrar a Woody Allen. Él mismo conocía bien ese rollo de que es el momento en que más gente se replantea la vida: al volver de vacaciones y ante la perspectiva de empezar el nuevo curso muchas parejas deciden separarse, según Allen la única manera que tienen los matrimonios de acabar bien (“los demás duran para siempre”). El mes melancólico, ese tiempo del año en el que comienza a acortarse el día, vuelve la rutina y todo lleva a la reflexión sobre qué somos y a dónde vamos, su peor pesadilla, el trago más difícil para un hombre que ha hecho de su vida una pura evasión revestida de un sentido trágico de la vida exacerbado. Para colmo, September, película que algún lumbrera en España decidió no traducir, fue su fracaso más sonado. No sólo en taquilla, algo que le importó un bledo, sino también artísticamente: después de haberla rodado entera con Sam Shepard en el papel en el que vimos a Sam Waterstone (tras probar también a Christopher Walken) y con Maureen O’Sullivan, decidió tirarlo todo al lago y volver a empezar (todo muy septiembre) con un nuevo reparto (Dianne Wiest y Mia Farrow, su pareja de entonces, eran innegociables) que llenó de depresión, amores equivocados y remordimientos aquella casa de campo en Vermont. Al terminarla, Woody Allen quiso rodarla una tercera vez. 28 años después, instalado en un septiembre permanente, sigue empeñado en hacerlo.

2. HATERS. Woody Allen no le gusta a todo el mundo. Le pasaba a Orson Welles, apologeta del macho hemingwayano con pinta de despreciar a todo el que no diera un fuerte apretón de manos, no le soportaba: “Tiene la enfermedad de Chaplin. Esa combinación de arrogancia y timidez que tanta dentera me da”. Claro, imaginemos sus primeras apariciones a finales de los 60: un judío neoyorquino, tan inteligente, tan feo, tan cargante; pensemos en sus primeras películas de los 70, con su punto pedante y sus bellas actrices rendidas a sus pies (en la pantalla y fuera), recordemos a toda esa gente a la que le caía fatal este listillo que hablaba con la cámara. Nadie pensaba que eso fuese a entenderse mucho más allá del Greenwich Village.

Repasemos también la somnolencia acreditada de tantos espectadores en sus dramas femeninos de los 80 y esa nómina de críticos moscardones que llevan hablando de sus “películas menores” desde Misterioso asesinato en Manhattan. Para otros despistados, incluso, Woody Allen pasa por ser la quintaesencia de la intelectualidad. Nada más lejos. Un señor que reconoce que a estas alturas de su vida el deporte le produce más emociones que el cine, donde ya lo ha visto todo: un tipo que en Días de radio (mi película sentimentalmente favorita del maestro, perdonad la intromisión) es capaz de contar la historia del jugador de béisbol cojo, ciego, y atropellado por un camión, que aun así es capaz de ganar 18 partidos en la gran liga del cielo, leería el As y el Marca en el bar. Sus detractores son legión, también en España. Aquí lo más parecido que tenemos a Allen (en Italia al menos está Nanni Moretti con sus cosas) es Jordi Hurtado, y hasta los que supuestamente le adoran tienen una extraña forma de hacerlo, a base de robarle sistemáticamente las gafas a su estatua en Oviedo. A todos ellos, sus haters, va dirigida esta revista. Porque seguramente van a encontrar un Woody Allen nuevo, desconocido o simplemente olvidado en alguna de sus 80 (+5 documentales con su sabrosa participación) obras. Porque él mismo se ha adelantado siempre a todos sus persecutores con una película al año durante casi 45 seguidos (este 2015 de Irrational Man y 2016 ya en cartera, incluidos). Hay tantos Woody Allen como para atrevernos a escribir un especial hasta en septiembre.

3. ETERNIDAD. Su obra es la constatación de un fracaso. Quería ser un intelectual y no es más que un cómico, un cinéfilo que hace películas egoístamente para mantenerse ocupado y mirar de soslayo a las cuestiones trascendentes de la existencia. Un “espectador de la vida” que para seguir tirando se inventa que sólo el cine nos salva cuando en realidad sabe que nada puede salvarnos: a lo máximo que podemos aspirar es a que la parca nos pille sin enterarnos, viendo una peli. Este fracaso consciente, sin embargo, contiene esa lucha trascendente entre la verdadera naturaleza del ser humano y su miseria diaria para continuar viviendo como si nada. Por eso es eterno. “Mis películas nunca estarán al nivel de Beethoven o de Shakespeare”, reflexiona, pensando en sí mismo, su personaje en Recuerdos. Nosotros no estamos tan seguros. Por eso hemos decidido llamarle de usted. Para siempre.

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