Mr. Holmes

A lo largo de los años  ha habido incontables retratos de Sherlock Holmes, pero en concreto las recientes encarnaciones de Benedict Cumberbatch y Robert Downey Jr. han servido para reivindicar al detective como alguien dotado de habilidades superheroicas. En ese sentido, Mr. Holmes es definitivamente un cambio de tercio. Aquí contemplamos cómo el detective pasa el rastrillo sobre las brasas de su carrera y pone los puntos sobre las íes respecto a su imagen; y en el proceso, a través de su obstinada persecución de la verdad, alcanza a comprender el valor de la invención literaria: necesitamos ficciones por muchos motivos, y uno de los más importantes es escapar.

Asimismo, la decrepitud física y mental atrapa al personaje en un estado aparentemente permanente de melancolía, reproche y soledad, y esos son sentimientos inolvidablemente explorados en su día por Billy Wilder en La vida privada de Sherlock Holmes (1970). Las comparaciones son odiosas, pero en todo caso Mr. Holmes podría haber funcionado como conmovedor estudio psicológico –¿en qué te conviertes cuando tu mente empieza a fallar o, más concretamente, cuando las magníficas facultades mentales que te otorgan tu identidad empiezan a fallar?– de no ser porque, para trazarlo, Condon peca de falta de sofisticación. Cargado de pesado simbolismo y excesivamente expositivo, el relato también se desvía en demasiadas direcciones tediosas antes de llegar a una conclusión que traiciona fatalmente al héroe. No es lo mismo un hombre senil que uno estúpido.