Jungle Cruise

Si la galopante falta de riesgo y reducido horizonte creativo del actual cine de gran espectáculo –articulado sobre derivaciones, apéndices y revisiones de lo ya mil veces masticado– nos lleva a abrazar como superproducción más original del verano una película basada en una atracción de parque temático, bienvenido sea un resultado tan solvente como Jungle Cruise. Tampoco es la primera vez que estamos en esta situación. Hace dos décadas Disney ya tuvo éxito con la alquimia transmedia al convertir la Piratas del Caribe de Disneyland en una lucrativa saga cinematográfica; jugada que busca repetir con una atracción operativa desde la inauguración del parque en 1955.

Sí, de igual modo que en 2003 hubo que recurrir a la explotación de marca para plantear una película de piratas, ahora ha sido necesaria esta excusa corporativa para poder sacar adelante una aventura selvática con Dwayne Johnson y Emily Blunt como pareja screwball de incuestionable carisma. Si bien los creadores de la Jungle Cruise original se inspiraron en La reina de África (1951) para ofrecer a los visitantes las emociones de un trayecto por los ríos más exóticos, esta adaptación recoge la fórmula pero no bebe con tanta generosidad del clásico de John Huston como el propio cineasta su whisky durante el rodaje. 

Aunque se conserva la ambientación en los márgenes de la Primera Guerra Mundial –con un vil aristócrata germano que Jesse Plemons suma a su colección de interpretaciones inmaculadas–, la acción se traslada al Amazonas e incorpora elementos sobrenaturales como la búsqueda de una flor mágica que posee la cura de cualquier enfermedad. 

Este macguffin también está detrás de la maldición que sufre un grupo de conquistadores españoles encarnados con encomiable donaire y efectos digitales grimosos (en el buen sentido) por Edgar Ramírez, Dani Rovira y Quim Gutiérrez. Con el trato solemne que reciben estos trágicos enemigos, junto a la confianza sincera en que el asombro es una reacción más valiosa que el guiño cómplice, Jungle Cruise prosigue la senda de Piratas del Caribe (2003) bajo la batuta de Gore Verbinsky y de La momia (1999) de Stephen Sommers al actualizar los códigos del género aventurero sin mirar con soberbia sus aristas ideológicas más cuestionables, sino abordándolas con inteligencia desde la subversión de expectativas.

Así, Blunt navega a su favor en el ninguneo machista al que la comunidad científica somete a su personaje, una exploradora intrépida y habilidosa que no oculta sus miedos ni debilidades; igual que el imbatible Indiana Jones nos conquistaba porque su temor a las serpientes lo hacía humano. Dwayne Johnson, quien desde Tesoro del Amazonas siempre se crece en entornos selváticos, tiene como marinero aficionado a los juegos de palabras radiactivos uno de sus mejores papeles recientes, lo sabe y lo disfruta. 

Donde se echa en falta más coraje es en la dirección de Jaume Collet-Serra, amarrada a la seguridad de una gramática funcional con planos medios cortos que desprecian el entorno y deslucen en montaje secuencias de acción que merecían más confianza por el lado de las imágenes; justo lo que antes le sobraba a títulos más flojos como Tras el corazón verde (1984), vaya. Algo que no es tanto culpa del cineasta catalán, como demostró de forma contundente en Infierno azul (2016), sino más bien un problema grave del modelo de blockbuster actual para el que Jungle Cruise no trae la cura.