Joe

El paleto yanqui, con sus camisas de franela y sus barbas de leñador, es un tema recurrente en el cine norteamericano del siglo XXI. Esa Norteamérica rural no deja de fascinar a los nuevos realizadores, normalmente urbanitas criados en megalópolis como Los Ángeles o Nueva York. A menudo, su curiosidad revierte en el turismo de postal, hasta el punto de que algunos ya han acuñado el término poorexploitation (explotación del pobre). No es el caso de David Gordon Green y su inseparable director de fotografía, Tim Orr. Para ellos, las aldeas y villorrios dejados de la mano de dios y de Obama no son una excusa para hacerse un bookfilm en Hollywood con cine de bajo presupuesto, sino una necesidad artística. Aquí, el director de Superfumados se ve ayudado en su empeño, de manera sobresaliente, por otros dos artistas con poco que demostrar: un Nic Cage superlativo, tan brutal como tierno, de pasado violento y filósofo canino, que se balancea entre el egoísmo de su presente y el altruismo que siente hacia su protegé en el filme, Tye Sheridan (lo de este muchacho, tras Mud y El árbol de la vida, es de escándalo); el segundo es Gary Poulter, aunque en su caso no hablamos de un actor, pues no interpreta, sino que se encarna a sí mismo: vagabundo alcoholizado de vida más que azarosa, murió al poco del estreno en un campamento donde se reunía con otros sin techo víctima de un cáncer de pulmón. Tres hombretones aparentemente hechos y derechos que, sin embargo, se desploman como los árboles que talan por una existencia miserable. Suena todo terrible, pero Gordon Green, que ha brillado sobre todo en la comedia, demuestra un pulso admirable para el thriller en un último tercio de filme que alivia un poco la podredumbre moral y estética que hemos visto durante buena parte del metraje.