El último Vermeer

Adaptar la realidad es un ejercicio peliagudo, pues el cine tiene todavía hoy una relevancia cultural mayúscula, que puede definir para siempre la capa más superficial de conocimiento sobre un hecho histórico –Braveheart (1995)–, disciplina minoritaria –Paque Jurásico (1993)– o biografía oculta –La red social (2010)–. El último Vermeer combina estas tres materias para narrar la poco conocida pero emocionante vida de Han van Meegeren, pintor holandés que falsificaba cuadros de Johannes Vermeer con los que timar a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, ganándose así su favor. Pero aquí no hay, como en los ejemplos mencionados, un entretenimiento excepcional que justifique inexactitudes. 

Asomarse a esta película deja un regusto más cercano a The Monuments Men (2014), comercial y simplona, que a Mr Turner (2014), vibrante, honesta, única. No hay un departamento que parezca querer siquiera intentar aprovechar el arte que vincula los diferentes personajes y tramas. Excepto por el empleo de algún tímido recurso, como transformar momentáneamente la lente de la cámara en un lienzo, todo lo original queda sepultado bajo un inexplicable esfuerzo por hacer de esta historia algo que ya hemos visto. La falta de riesgo sublima en un juicio final que, si bien lleno de ritmo, parece buscar, con su anacronía, convencernos de que Saul Goodman podría haber ejercido en Ámsterdam, en 1947.