El santuario

A James Cameron le gusta bucear. Si no lo sabes es porque no viste Abyss, te perdiste los primeros minutos de Titanic o ignoras que lleva un par de documentales sobre las profundidades marinas a sus espaldas. También le gustan los retos, sobre todo para callar bocas a todos los que le ven como un iluminado. Sólo con esas dos pasiones en mente puede entenderse El santuario, una película en la que parece importar mucho más el cómo que el qué. Explorando una cueva por la que nadie ha pasado antes, un grupo de buceadores queda atrapado en su interior cuando se desencadena una tormenta tropical. La única salida es exprimir el oxígeno que les queda en sus bombonas y buscar una salida que conduzca a mar abierto. Por supuesto, la cosa no es nada fácil y se multiplican las situaciones al límite, en las que una duda o una decisión equivocada puede costar vidas.

Es comprensible que Cameron, que ejerce aquí de productor y gurú técnico del proyecto, se sienta atraído por esta historia: sólo los más fuertes pueden sobrevivir y los códigos son más parecidos a los de El libro de la selva que a los de la civilización que el padre de Avatar desprecia. Lástima que su fascinación no se pueda compartir por mandato, haría falta que tanto él como los responsable de El santuario fueran capaces de mostrar esa fuerza y atracción que ellos sienten por el mundo de la espeleología y el submarinismo. Resulta extraño que una película como esta carezca de ambas. Ni su historia atrapa ni sus imágenes maravillan. En esta película los personajes –¿no había ningún actor de verdad disponible?– puede que buceén en las profundidades, pero Cameron y sus amigos se han quedado en la superficie.

MANUEL PIÑÓN