Borgman

Borgman arranca adoptando una premisa propia de cuento macabro –como invites al diablo a entrar en tu casa, prepárate para recibir– y a partir de ahí juega al despiste: ¿habla de los infiernos que esconde el mito idealizado de la familia perfecta? ¿Pretende representar el rencor que la minoría pudiente genera en la masa harapienta? ¿Es, en cambio, una película de vampiros, de unos sin colmillos ni miedo al sol? Se mantiene obtusa y esquiva, escudada tras una armadura de surrealismo e impasibilidad kaurismakiana y un simbolismo explícito que promete significados profundos a la vuelta de cada esquina narrativa.

El problema no es la falta de respuestas. Teorema (1968), quizá el gran referente aquí, tampoco las daba. Pero, eso sí, dejaba muy claro el cabreo de Pasolini frente a las convenciones religiosas y sexuales. Por el contrario, Borgman no hace más que trazar diversos senderos con pedazos de pan que no llevan a ningún lado. Incluso sus obvias alusiones al aterrador conformismo suburbano, que la emparentan con Funny Games (1997) y Canino (2008), se pierden entre tanta excentricidad. Cierto que la búsqueda de sentido no debería cegarnos, que el director Alex van Warmerdam está menos interesado en comentarios sociales que en mostrar los creativos mecanismos que el mal posee, pero sus métodos de perverso titiritero acaban resultando demasiado autoconscientes y calculados para generar genuino mal rollo.